Nació en el Upper East Side de Manhattan en 1928, el año antes del crack, del duro despertar de los felices años 20, pero creció en el Bronx, en Pelham Bay, un barrio de casas pequeñas donde, de camino a la escuela, respiraba la fragancia de los lilos al pasar por los pequeños patios delanteros. La biblioteca pública llegaba todos los viernes por la tarde en forma de camión verde que estacionaba cerca de una casa que tenía un cerdo en su patio. Y había un parque lleno de monumentos decadentes. Y de ranas. Su familia acababa de emigrar a Estados Unidos pero, matiza, no desde Lituania, como señalan las biografías que pueden leerse en la red, sino desde “la Rusia Blanca”, huyendo de los pogromos que diezmaban a los judíos y del hambre comunista. Su abuela le enseñó el yiddish, los insultos de los niños le descubrieron su identidad judía. No empezó a escribir hasta los 42 años.
Cynthia Ozick es una de las mayores escritoras estadounidenses vivas y también una de las más desconocidas para el lector español, un trabajo de estilo casi obsesivo que vibra en novelas como El chal o en los Cuentos reunidos que acaba de editar Lumen en nuestro país. Cuando en 1985 el Paris Review envió a un periodista a entrevistarla y éste lanzó su primera pregunta, ella se abalanzó sobre su máquina de escribir para responder. Por escrito contesta también a continuación
-Se cuenta que pelea con la escritura sílaba a sílaba, que escribir para usted es una batalla sin armisticio, que nunca le satisface el resultado.
-Es la talentosa y valiente Eugenia Vázquez Nacarino la que se ha peleado “sílaba a sílaba” para traducir mis relatos al español. Mi batalla personal es más humilde: la lucha de todo escritor serio para encontrar le mot juste. Las palabras que llegan con demasiada facilidad son las de la lengua de todos los días, y si bien se trata de las que el diálogo en la ficción busca repetir, no son las mismas de la prosa literaria. Incluso cuando el diálogo parece más coloquial, nunca ofrece simplemente la transcripción de una conversación real, con sus vacilaciones, repeticiones, titubeos, incertidumbres: debe ser formado, moldeado, organizado con ingenio y concisión, un simulacro astuto, pero todavía sólo un simulacro. El idioma “normal”, nunca contará como literatura.
-¿Y qué cuenta entonces?
-El mundo del libro lo disputan dos especies de escritores: los que aplican la prosa de segunda mano y los que no. Imagine un gran rollo de tela, no de lino o seda, sino de poliéster barato. El escritor de segunda mano corta piezas de la misma, capítulo por capítulo, cuento a cuento. Sin embargo, independientemente de lo que cosa con ellas, ya sea novela o cuento (o incluso poesía), siempre será poliéster. El segundo tipo de escritor aspira a convertirse no sólo en un escritor de gatillo fácil sino en algo completamente distinto: un escritor que también es artista. El arte literario combina lenguaje forjado de yuxtaposiciones frescas, de palabras que no se escuchan en el mercado o en la tienda de jardinería, con ideas y observaciones que, aunque un poco gastadas (porque todos los cuentos se han contado antes), nos parecen nuevas. Pero hay otro elemento al acecho que no puede ser nombrado o descrito, que va más allá del pensamiento y de la lengua que lo transporta. Una especie de halo de la intuición mezclado con perspicacia, un escurridizo velo de sentimiento que no puede ser deseado o planeado o incluso solicitado. Somos, sin embargo, conscientes de su presencia en, por ejemplo, La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, o Campesinos de Chéjov, o La marca de nacimiento de Hawthorne, o en comedias del absurdo como Don Quijote o La importancia de llamarse Ernesto, de Wilde. Y ese es el inasible, insondable, indecible tercer elemento que hace el arte. En muy raras ocasiones, y sólo cuando una obra llega a su fin, puedo sentir un susurro fugaz de ese tercer elemento. Pero pocas veces, casi nunca; la escritura está a la altura de su reputación y de su verdadero nombre. Es un trabajo duro.
El tedio del yo
Cynthia Ozick desprecia la memoria tanto como ensalza la imaginación. Admite recuperar fragmentos de recuerdos en sus ensayos pero jamás en la ficción. “Una historia, un barrio o un paisaje pueden ser invocados, pero nunca un incidente. Huyo de lo autobiográfico, me frustra, me limita demasiado, pone freno a cualquier ápice de fluidez”. Ozick huye del tedio del yo, de ese tipo tan bien conocido que es siempre uno para sí mismo. La liberación brota siempre de la invención, de lo desconocido. “En los campos sin límites de la invención puedo hacer que sucedan cosas que nunca sucedieron, ir a donde me plazca y ver, y hacer, sin miedo, cualquier cosa, todo lo ajeno a mi estrecha experiencia. Puedo vivir otra vida. La ficción es impostura, la alegría de mentir sin penalización”.-La crítica explica que su muy singular estilo es “realista”. ¿Así lo describiría?
-Updike escribió una vez que no importaba lo mucho que lo intentara, siempre que escribió una frase resultó ser una frase de Updike. Y una frase es una frase en sus dos acepciones: una cierta longitud de prosa declarativa y un juicio que encarcela. Al igual que cada individuo no puede alterar su ADN, su particular destino biológico, cada escritor está condenado a la clase de prosa que emerge de su pluma. El estilo es innato. Uno no puede controlar su estilo idiosincrásico como no puede cambiar el color de sus ojos. ¡Oh, cómo me gustaría scribir como Tolstoi! Pero para escribir como Tolstoi, o como Updike, uno tiene ser Tolstoi, uno tiene que haber nacido Updike. La envidia es inútil; también lo es la aspiración.
-He leído varias entrevistas suyas y siempre le preguntan por Henry James, su “maestro”. Bloom dice que todos los escritores malinterpretan a sus precursores para lograr una literatura verdaderamente original. ¿Cómo gestiona su personal “ansiedad de la influencia”?
-Uno puede creerse influido por, digamos, Henry James, uno puede de hecho anhelar ser influido por Henry James, o, más sutilmente, uno puede inconscientemente imitar a Henry James, y el resultado no será nada más que una insensata parodia. Saul Bellow me señalaba en una carta las huellas fácilmente visibles de James en uno de mis primeros cuentos: se había percatado de que, en una pausa en el diálogo, había insertado la frase típicamente jamesiana: “Dudó”. Bloom entiende por “ansiedad” el temor del autor a no alcanzar la originalidad por haber llegado después de una gran figura literaria. Pero, ¿un precursor poderoso realmente amenaza o inhibe la originalidad? ¿Homero impide el Ulises de Joyce? Mi compromiso con James hace mucho tiempo que se detuvo en la veneración de sus poderes. No hay nada que alguna vez tomara de él que no terminara en la locura de la imitación: un secundario efímero emulando al principal.
-Anna Karenina escrita por Henry James... ¿nunca se habría suicidado?
-¿Qué haría James con Anna Karenina? Sí, ella, incluso en las manos exigentes de James, sería una suicida, pero no del tipo corporal. James no la arrojaría bajo las ruedas de un tren, sino bajo los sutiles tejemanejes de una intriga malévola. A través de diversas maniobras psicológicas, acabaría por hundirse moral y espiritualmente, y su “suicidio” consistiría precisamente en tener que vivir. Aunque algunos quieren denigrar a James como un escritor de la hora del té, él se ocupa de la corrupción y del mal absoluto. Incluso escribe -oblicuamente- del amor sexual apasionado, como entre Merton Densher y Kate Croy en Las alas de la Paloma.
La imaginación va donde quiere
-Los novelistas judíos actuales son en su mayoría laicos cuando no ateos. Pero usted es creyente... ¿Juega algún papel la religión en su obra?-Se trata de una premisa que me incomoda ya que “la religión” sugiere una piedad rígida y dogmática, y la verdad es que cada vez que me encuentro (¡por suerte no muy a menudo!) una novela que se lee como un tratado o un sermón -o revela un trasfondo didáctico- me dan ganas de tirarla contra la pared. Como judía siento el impacto de una larga, larga historia, de la rica diversidad de los movimientos intelectuales que han caracterizado el pensamiento judío durante milenios, y en cierto sentido esa historia, sin duda, puede colorear lo que escribo; pero no es lo que esencialmente me motiva como novelista. La imaginación va donde quiere. Y así escribo sobre judíos. ¿Quién no? Joyce tiene su Bloom, Borges estaba fascinado con el judaísmo. Andrew Marvell, el poeta inglés del XVII, ¡no podía siquiera cortejar a su tímida amante sin invocar a los judíos! Escribió: “Si tuviéramos suficiente mundo y tiempo / Te amaría diez años antes del Diluvio; / Y tú deberías, por favor, negarte / Hasta la conversión de los judíos”. Osea hasta la eternidad, ¿no? “La conversión de los judíos”... Eso nos lleva de vuelta a la historia española. ¿En cuántos miles y miles de españoles de hoy dejó su huella el ADN de los judíos conversos del siglo XV?
-Rechaza ser tratada como una escritora feminista. ¿Qué le rechina del feminismo actual?
-El feminismo clásico se esforzó para que las mujeres tuvieran acceso a todas las posibilidades mundanas, para que no las excluyeran de las profesiones, de los deportes, de la política, de todas los caminos de la aspiración. Las mujeres ya no estaban condicionadas por su anatomía. Pero las llamadas feministas de hoy parecen haber vuelto a los malos y viejos tiempos renovando esa circunscripción repudiada; apenas miran más allá de la anatomía y existen algunos cursos de “Estudios de la Mujer” que podrían mejor titularse “Estudios del cuerpo”. Y luego, bueno, un escritor es un escritor. ¿Alguien se refiere a García Márquez como un “hombre escritor”? Si eso suena ridículo, entonces lo mismo debería sonar “mujer escritora”.
-Sabemos que ama a Edith Wharton, Henry James , E. M. Foster... Pero, ¿que opinión le merecen los escritores actuales?
-¿Estamos hablando de ficción? Entonces supongo que he llegado a la edad de la relectura. Si hubiera suficiente mundo y tiempo... pero no hay, así que me siento atraída más por los libros antiguos que ya han demostrado su imperecedero encanto.
-A David Foster Wallace le encantaban sus libros. ¿Le gustan a usted los suyos?
-Confieso: he leído muy poco a David Foster Wallace, apenas uno o dos ensayos. Pero he visto una reproducción de la guarda de uno de mis libros llena de escritura a mano de Wallace, y me conmovió. En esa página en blanco había listado las palabras que yo había utilizado, palabras con las que aparentemente no estaba familiarizado, y al lado de cada uno de ellas colocó su definición. Me quedé de una pieza. Tan extraño, tan fraternal, ¡tan cerca de la médula! Me hizo pensar en el cuaderno hebreo de Kafka, en el que copió palabras hebreas nuevas para él y escribió junto a ellas su significado en alemán. De la nueva generación de escritores... ¿habrá alguno igual a Bellow, Nabokov, García Márquez, Clarice Lispector, Alice Munro? Sólo tenemos que esperar.
Pocos lectores pero suficientes
-Después de toda una vida dedicada a la escritura, ¿qué piensa cuando se lee a sí misma?-¿Qué pienso de mi propio trabajo? Me decepciona. No es lo suficientemente bueno, no es lo que esperaba. No obstante, ojalá hubiera escrito más así. Por ejemplo, dediqué siete años a la redacción y la producción de una obra de teatro dirigida por Sidney Lumet. Durante ese largo período, él escribió un libro llamado Making Movies. Con toda mi atención puesta en la obra y sus numerosos borradores, yo no escribía nada. Las historias que podrían haber surgido, la novela que nunca llegó a ser se desvanecieron por el bien de las actuaciones y el público. Por supuesto, queda la emoción del teatro, pero, ¡oh qué efímera! Y soy consciente, y de forma aguda, de que mis historias también son efímeras. Tengo pocos lectores, suficientes incluso ahora. Aún así, me gusta fingir que voy a vivir para siempre, para poder sufrir y sufrir y sufrir los espejismos de que los escritores somos presa.
-El Holocausto ha estado siempre muy presente en su obra. ¿Los judíos vuelve a vivir días malos?
-Todo el mundo me lo pregunta: “¿vuelven los judíos a vivir tiempos difíciles?” Lo tomo como una constatación, ya que sin duda lo es, y vivo absorbida por estos acontecimientos horribles desde que me despierto hasta el final del día. Es innegable que los judíos vuelven a ser demonizados en Europa, 70 años después del tormento y asesinato de un tercio de su pueblo. La ficción deliberada del “antisionismo” como algo separado del “antisemitismo” no ha sido más que un pretexto para los terroristas que planean sin cesar matar a tantos judíos como les sea posible en todas partes. Lo más doloroso no es el aullido de los matones callejeros ni de los gamberros del fútbol con sus consignas cruelmente difamatorias y sus pañuelos palestinos, sino la complicidad de la élite sofisticada.
Porque, insiste Ozick, es en las universidades donde el boicot a Israel es seguido con más celo, y el contagio, asegura, comienza a llegar a los EE.UU. “Que la legitimidad de Israel sesenta y siete años después de su renovación histórica se cuestione en casi todas partes es un síntoma de podredumbre moral, bien visible en esa expresión radicalmente malvada, obscena, de “el derecho a existir”. ¿Quién cuestionaría el derecho a existir de un gato o un perro? Y ahora los judíos, rodeados de enemigos que claman por su destrucción, ¿han de ser despojados de nuevo del derecho a existir?Hay días en que no sé si estoy viviendo en el siglo XXI o en los temblorosos años treinta. Sin duda su publicación no esperaría semejante alegato en una entrevista literaria. Pero ha sido usted el que me ha preguntado por “los judíos que viven otra vez tiempos difíciles”.