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jueves, 31 de marzo de 2016

Novelas Policiales Eternas. El halcon Maltes

Idioma original: inglés
Año de publicación: 1930
Título OriginalThe Maltese Falcon
Traducción: Fernando Calleja
Valoración: Recomendable

Sam Spade y Miles Archer son los propietarios de una prestigiosa agencia de detectives en San Francisco. Un día reciben la visita de una tal Miss Wonderly, quien, preocupada por el paradero de su hermana, les pide que sigan la pista de un matón llamado Floyd Thursby. Esa misma noche, alguien asesina al detective Archer y, poco después, al tal Thursby.

La novela negra tradicional, que ha bebido durante décadas del influjo británico, desde Conan Doyle hasta Agatha Christie, solía basarse en la elaboración más o menos artificiosa de uno o varios cadáveres y en la inaudita resolución de los hechos por parte de un individuo prodigioso, de admirable capacidad deductiva, de aceleradísima materia gris, de intelecto e imaginación desbordantes. Dime a quién matas, o a quién no, y te diré quién eres. Todo, absolutamente todo, se basa en ese cuerpo sin vida, que de vez en cuando yace en mitad de la calle, pero que las más de las veces es descubierto en su propio dormitorio, o en un vagón de tren, o mejor aún: en una biblioteca de la campiña inglesa. Hasta tal punto había llegado, y quizás siga llegando, esta obsesión por construir la intriga en torno a cadáveres aún calientes, que el famoso escritor Raymond Chandler llegó a revestirla de tintes metafísicos al afirmar en su ensayo El simple arte de matar que el asesinato es una «frustración del individuo y por consiguiente una frustración de la raza». Pues bien, esto es precisamente lo que hace que leer El halcón maltés sea casi reconfortante. Pese a que la novela abre con dos asesinatos, en las primeras páginas da un giro de ciento ochenta grado y hace que la muerte del detective Archer, socio de Sam Spade, y del matón Floyd Thursby, sean poco más que accidentales. Lo importante, queda claro desde el principio, es encontrar el halcón, una pieza de oro macizo recubierta de valiosísimas pedrerías que los caballeros de la Orden de Malta elaboraron como tributo para el rey Carlos V. Después de siglos rondando en torno al Mediterráneo, de Malta al norte de África, de África a París, de París a Estambul —a la que, curiosamente, Hammett continúa llamando Constantinopla; probablemente el último escritor del siglo XX en hacerlo para una trama moderna—, el halcón habría acabado en Hong Kong, y estaría a punto de llegar a San Francisco.

En San Francisco se reúne una tropa de personajes dispuestos a echarle el guante a la estatuilla: un supuesto griego llamado Joel Cairo, rimbombante, afeminado; un cazador de sueños con ínfulas de arqueólogo frustrado, rechoncho y bonachón, que responde a la inicial G; la propia Miss Wonderly —también conocida como Miss Leblanc o Miss O'Shaughnessy—, quien es la culpable de involucrar al detective Sam Spade en la historia, y este último, que en el transcurso de sus labores acaba siendo el primer interesado en sacar provecho del misterioso halcón. Vestíbulos y habitaciones de lujosos hoteles, callejones oscuros y casas envueltas en penumbra son los escenarios por los que van desfilando los personajes de esta historia, en un despliegue de intriga que empieza para no terminar nunca. O para terminar en la página 263, cuando ya no queda ni la información de la imprenta (que, al menos en mi edición, aparece apretujada en las primeras páginas).
En El simple arte de matar, esa joyita en la que Raymond Chandler hace apología por la novela de misterio «realista», o sea, una novela en la que los autores no escriban bagatelas ni tonterías indocumentadas, se insinúa que El halcón maltés no está a la altura de las circunstancias. ¿La razón? Que se margina al crimen. Que el crimen no es el elemento central. Que la estatuilla elaborada para Carlos V importa más que los asesinatos de Archer, Thursby y el capitán Jacobi. La verdad es que, con perdón para los seguidores del de Chicago, la insinuación es completamente ridícula. Hablo como lector cansado de que me mareen la perdiz con pirotecnias narrativas falsamente habilidosas, en las que nadie, ni el propio autor, sabe lo que está ocurriendo. Recuerdo la sensación que me dejó leer El sueño eterno, de Chandler. No me enteré de casi nada. Y lo mismo al ver la adaptación cinematográfica de Howard Hawks, cuyo guionista fue ni más ni menos que el premio Nobel de literatura estadounidense William Faulkner. Alguien comentó una vez que ni Raymond Chandler, el autor, ni Howard Hawks, el director, ni Faulkner, el guionista, supieron jamás quién había cometido los asesinatos de turno. Felizmente, Dashiell Hammett se libra de esta intolerable costumbre de rizar el rizo más allá de lo que un lector medio, o incluso uno atento, está dispuesto a tolerar. (Si solo tienen tiempo para un clásico del cine negro les recomiendo que dejen de lado El sueño eterno de Hawks para deleitarse con la adaptación que hizo John Huston de la novela reseñada en estas líneas. Los papeles de Humphrey Bogart y Peter Lorre son sencillamente estelares).
Sin embargo, hay algo que no diferencia a Dashiell Hammett de Chandler, ni del resto de la cohorte de escritores hardboiled, a saber: el machismo. Sam Spade, al igual que Philip Marlowe y tantos otros, es un detective que besa a las mujeres cuando quiere, que las trata como carne fresca, que las provoca y que, lamentablemente, no recibe más que adulaciones por el camino. Cuando a Effie, la secretaria de Spade, se le ocurre demostrar su astucia y dejar claro que es más que un cuerpo bonito, Spade le dice lo siguiente: «¿Sabes lo que te digo, chica? ¡Que eres todo un hombre!». Es la época del machismo a rajatabla, de la denigración constante hacia las mujeres. Las y los feministas deberían leer la novela con un grano de sal, riéndose con las ocurrencias de un ideario que por fin empieza a revelársenos como lo que es, i.e. estúpido. En cuanto a los demás, lean El halcón maltés con ganas de entretenerse, con la certeza de que —machismo aparte— estamos ante una literatura de calidad razonable y con la tranquilidad de saber que, por una vez, un buen escritor norteamericano de la primera mitad del siglo XX decidió dejarnos un relato detectivesco que puede ir descubriéndose con expectación y sorpresa, sin necesidad de lamentarse al final de que nos estén tomando el pelo. 

Firmado: Jose Serralvo


bONUS tRACK

Por estas calles viles debe ir un hombre que no sea en sí mismo vil, un hombre sin miedo ni mancha. El detective de esta clase de historias debe ser un hombre tal. El es el héroe, lo es todo... Debe ser, para usar una frase gastada, un hombre de honor... Debe ser el mejor hombre de su mundo y suficientemente bueno para cualquier otro mundo. Si hubiera suficientes hombres como él, el mundo sería un lugar muy seguro para vivir..." (Raymond Chandler, El simple arte de matar). 

Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella. 

Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios. 

Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja. 

La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar. 

Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español. 

Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado. 

Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas. 

Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte. 

Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder. 

Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso. 

Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán. 

Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside. 

De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico. 

Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra. 

El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño. 

Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.Bonus Track

tas calles viles debe ir un hombre que no sea en sí mismo vil, un hombre sin miedo ni mancha. El detective de esta clase de historias debe ser un hombre tal. El es el héroe, lo es todo... Debe ser, para usar una frase gastada, un hombre de honor... Debe ser el mejor hombre de su mundo y suficientemente bueno para cualquier otro mundo. Si hubiera suficientes hombres como él, el mundo sería un lugar muy seguro para vivir..." (Raymond Chandler, El simple arte de matar). 

Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella. 

Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios. 

Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja. 

La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar. 

Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español. 

Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado. 

Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas. 

Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte. 

Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder. 

Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso. 

Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán. 

Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside. 

De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico. 

Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra. 

El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño. 

Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.

Librerias de Arte en mi ciudad. Siberia en eNCUENTRO CON La Plata

Siberia calienta el clima platense

Espacios. La galería y librería se consolida como bastión del arte local y lugar de pertenencia de artistas jóvenes.

POR JULIA VILLARO



Paradojas: en una ciudad en la que todo, desde su origen, siempre tuvo un lugar prolijamente asignado, tantas cosas quedaron sin espacio. La Plata es esa ciudad grande pero caminable, con todas sus calles paralelas y sus manzanas cuadradas y todos esos jóvenes llegando cada año a estudiar y a crear-se; músicos, escritores, artistas plásticos, fotógrafos, generando un sustrato fértil, un fermento de vida que desde hace años viene creciendo, dejando atrás la sombra que supo ser para el propio desarrollo la proximidad engañosa de Buenos Aires, su estado de ebullición permanente. Y proliferan espacios alternativos, independientes y autogestionados. Es, por ejemplo, el caso Siberia, la galería-librería que lejos del frío de su nombre, funciona como caldero de ideas.
En 2010 Magdalena Cheresole preguntó en la librería Rayuela (acaso la más grande de la ciudad) por un libro de Fabián Casas editado por Vox, cuya caja encontró vacía y olvidada en un anaquel lleno de polvo. En ese momento nació la idea de un espacio que permitiera distribuir y acceder a producciones visuales y literarias independientes. Se comunicó con las editoriales que como lectora le interesaban –Vox, Mansalva, Planta editora, Pánico el pánico–, empezó a guardar los libros en su casa y a repartirlos por la ciudad en bicicleta. Hasta que el espacio quedó chico y el proyecto tomó cuerpo propio, dando lugar también a la presencia de las imágenes a través de diversas propuestas artísticas con las que Magdalena, como museógrafa, ya venía trabajando y que comienzan a integrar la galería, una de las poquísimas de la ciudad (en Calle 51 #503, entre 5 y 6 - www.holasiberia.tumblr.com).
Muchos artistas –no sólo de La Plata– pasaron ya por las paredes de Siberia: Mariela Vita, Fabio Risso, Agustina Girardi, Corina Arrieta, Julia Dron... Todos con sus estéticas particulares, siguiendo sin embargo una línea que los emparenta, un espíritu afín que se presenta no sólo a través del formato pequeño, volátil y casi efímero de muchas de las obras sino también de un registro similar, promotor en algunos casos de una experiencia íntima y en otros de una suerte de malicia cándida, una ingenuidad cruel.
Dibujos, grabados, bordados, acuarelas. Cuadernos como diarios, fanzines –con ediciones propias de la galería incluidas– instalaciones. Con una mudanza de por medio y la posibilidad de seguir ampliando el campo llegó a Siberia el momento de la fotografía.
Lo mejor del amor se llama la nueva galería fotográfica dentro de la galería, y una exhibición colectiva que integran Santiago Hafford, Denise Labraga y el brasileño Thales Pessoa, entre otros, la dejó inaugurada hace unos días. También puede verse Sujetar el gozo , de Soledad Magiotti (o La 7, fotógrafa y militante queer) imágenes que en palabras de su curador, Francisco Medail, trazan “diferentes recorridos sobre los modos de relación afectiva entre los cuerpos disidentes”. En el borde filoso del margen, un margen. “Siempre digo que sí a todo lo que puedo –dice Magdalena sobre Siberia– para decir que no existen otros espacios”.

Una isla cultora del arte en medio de la ciudad

En el centro neurálgico de La Plata, Siberia funciona como un lugar de pertenencia y de difusión para jóvenes artistas que emergen en el campo de la literatura, la música y las artes plásticas.

A pocos metros de la Gobernación, dos chicos salen de la boletería de La Trastienda con entradas para Nonpalidece en mano y sus melenas de león peinadas como quien se enrosca un toallón en la cabeza después de la ducha. Pasan por delante de Siberia y se detienen a ver la vidriera. Comentan sobre un lapicero que simula ser un balde de popcorn y siguen su camino.
Minutos más tarde, una chica de unos treintaypocos frena ante el mismo ventanal, pero hace un rápido escaneo de lo exhibido y traspasa el umbral. Viene de la inauguración de "F5 made in me", en la sala Microespacio del Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Pettoruti. Parece estar en sintonía y saber de qué va el local.
Tazas, billeteras, almohadones, cartucheras y demás artículos de librería hacen que, a simple vista, Siberia parezca otro negocio de chucherías. Sin embargo, un par de cuadritos y varios libros de tapas desconocidas por el común de los habitúes a las grandes librerías comerciales dan el indicio de que es algo -mucho- más.
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ITINERANTE
Cuando llegó a La Plata para estudiar Museología, Magdalena Cheresole -30 años- se encontró con una ciudad que exudaba arte hasta de sus baldosas. Con el tiempo, cayó en la cuenta de que escritores, artistas plásticos, músicos y demás creativos compartían con ella viajes en micro, frecuentaban los mismos bares y hasta desandaban esas diagonales en las que todavía se perdía.
Descubrió un mundo "re zarpado" muy cercano a todos sus intereses y, de a poco, comenzó a relacionarse con distintos artistas emergentes y a organizar muestras en las que hacía la curaduría: desde la selección de los expositores y las obras, hasta la elección del emplazamiento y la redacción del texto curatorial.
Por otro lado, su avidez por la lectura y su pasado como bibliotecaria en su Marcos Paz natal -ciudad ubicada a 48 kilómetros al oeste de capital federal-, la llevaron a hurgar en librerías platenses en busca de editoriales independientes. Así, un día se sorprendió en Rayuela al abrir la sobrecubierta de una publicación editada por Vox y descubrir que faltaba el libro.
Impotente por ese descuido hacia lo autogestivo, Magdalena entendió que la escena cultural platense necesitaba de espacios alternativos que albergaran al arte y la literatura independiente contemporánea. Por eso, a fines de 2009 decidió realizar un proyecto para dar difusión a fanzines y publicaciones alternativas. Montaba una mesa de publicaciones en su propia casa, que llevaba a las muestras de arte que organizaba y hasta se cruzaba la ciudad en bici para repartir libros.
La iniciativa, que se llamó Isla por ser una librería itinerante que emergía en distintos lugares físicos, duró hasta 2010, cuando Isla se instaló en un local con salida a la calle -diagonal 79 entre 6 y 55-, que se erigió como sitio de pertenencia para una nueva generación de artistas y que en 2011 pasó a llamarse Siberia -hoy ubicada en 51 entre 5 y 6-.
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LIBRERÍA
Es un atardecer de sábado destemplado y algo nostálgico, pero Siberia no para de recibir visitas. Desde hace pocas semanas, su mudanza a un local más espacioso y céntrico hizo que más cantidad de gente se viera tentada a entrar y a leer las contratapas de los libros, admirar obras de arte o, simplemente, buscar un regalo para un ser querido. Porque lo que los rastas nonpalideceros seguramente no sabían era que, además de un comercio de diseño, Siberia es una librería y una galería que reúne el trabajo de mentes creativas en ascenso.
Los artistas que hacen cerámicas, los diseñadores que fabrican bolsos, los encuadernadores, todo pequeño emprendedor puede acercar sus productos y venderlos en Siberia. Sin embargo, uno de los espacios que se destacan en el local son las estanterías con publicaciones de escritores under como Bruno Pizzorno, que dejó varios ejemplares de “Sobrevivires”, su antología de poemas editada a fines de 2013 por la editorial independiente En el aura del sauce.
Como buena lectora y agitadora cultural, Magdalena habla de las obras con sus clientes y no duda en recomendar a artistas que no son tan conocidos en el mundo literario tradicional, como el novelista Carlos Ríos o el poeta platense Eduardo Rezzano, ambos editados por editoriales indies como Entropía y Vox.
También hay lugar para aquellos que empezaron en la autogestión pero que terminaron con publicaciones en grandes editoriales, como es el caso de Fabián Casas, Cecilia Pavón o Fernanda Laguna, escritores argentinos que conviven en Siberia con libros de arte importados y con una selección de los mayores representantes de la literatura norteamericana que Magdalena elige con criterio algo caprichoso, según su gusto personal: en el catálogo son recurrentes Carver, Kerouac, Bukowski, Salinger, Cheever y Hemingway.
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GALERÍA
Exponer en un museo no es el súmmum para todos los artistas. Muchos buscan una libertad de expresión que difícilmente puedan conseguir en una institución convencional y, por eso, recurren a espacios alternativos con mayor flexibilidad para acordar las muestras.
En Siberia, no hay reglas estrictas. Si al artista se le ocurre colgar la obra del techo, la cuelga. Si hay que agujerear las paredes, pintarlas o dibujarlas, se hace -de hecho, el antiguo local estuvo pintado de amarillo, de verde, de fucsia y hasta multicolor-. “Nunca me preocupé porque a blanco se puede volver siempre y para decir que no, ya hay un millón de lugares”, asegura Magdalena y aclara que esa regla corre siempre y cuando el artista después la ayude a recuperar el estado inicial de las cosas.
El trabajo es siempre colectivo y dialogado. Mates de por medio, Magdalena acuerda con el expositor desde el emplazamiento de la obra hasta el precio de venta. “A mí me interesa que las personas que vienen se sientan contenidas y tomen esto como un lugar de pertenencia”, dice con cierta visión romántica y asegura que aprende un montón de la experiencia del otro: desde descubrir unos clavitos “re copados” que pasan desapercibidos hasta aprender una técnica para colgar los cuadros en perfecta posición.
Cuando habla de los artistas, parece tener el grado de fascinación que tenía cuando llegó a La Plata: "Laburar con ellos es algo zarpado porque conocés las obras, sus casas, los talleres donde trabajan y hasta los motivos de por qué hacen lo que hacen”. Esa admiración la lleva a organizar diez exposiciones anuales con objetivos como, por ejemplo, poner en diálogo la obra de un artista local con la de un artista del interior del país.
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DEMOCRATIZADORA
Durante cada muestra, que dura aproximadamente un mes, las obras están a la venta. Recién una vez que se levanta, el comprador se lleva su adquisición. Sin embargo, cada artista que expone deja una obra de pequeño formato que queda en exposición permanente y a la venta en la trastienda, un espacio de registro de lo que ocurrió en la galería y de adelanto de lo que vendrá.
Un hombre con sobretodo largo y mirada conocedora, contempla durante varios minutos dos obras firmadas por la platense Mariela Vita que retratan la cara de dos felinos. No sabe con cuál quedarse. Después de un rato, saluda con un cálido abrazo a Magdalena y se decide:
Qué buenísimo, no se pueden creer. Ya te digo que ese es para mí -exclama con fervor y señala la obra de la izquierda-. Me costó decidirme pero es el más parecido a mi gato.
Facundo es un coleccionista de arte platense que siempre apuesta por comprar obras originales y que ya es amigo de la casa. Aún así, a Magdalena le cuesta desprenderse de la obra y bromea con retenerla en la galería.
Sin embargo, en Siberia se busca romper con la idea de que sólo el coleccionista o el conocedor es el que puede comprar arte y explica que hay más posibilidades de obtener una pieza original de las que uno cree: “Si vas a Prüne y salís con una cartera, tranquilamente podés salir de acá con una obra de arte”.
Si bien los precios son variados y lo más caro es de cuatro mil pesos, hay opciones más accesibles que parten de los doscientos, como es el caso de las serigrafías numeradas de artistas como Agustina Girardi o el colectivo Tormenta. Además, Magdalena propone varias opciones de pago, que hacen que enmarcar una lámina que tiene millones de reproducciones y que cuesta lo mismo o más que comprar un original, parezca un verdadero desperdicio.
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LA ISLA DESPIERTA
Si pensamos en la porción oriental de Rusia que le da nombre al proyecto de Magdalena Cheresole, nos transportamos a un territorio frío y desolado, casi inhóspito, al que no por nada denominaron Siberia, que significa "tierra dormida" en turco.
Sin embargo, no hay nada más alejado de nuestra Siberia platense, ese espacio que desde hace cuatro años agita las llamas de una juventud efervescente que arde por mostrar al mundo sus pensamientos, sus ideas y sus producciones.
Hay una infinidad de formas de concebir una galería de arte, pero desde un principio Siberia fue pensada como una isla bien despierta que nuclea el arte de gente emprendedora, autogestiva y talentosa.
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miércoles, 30 de marzo de 2016

MisterioS de Buenos Aires. La caSA de Los Lirios.

La Casa de los Lirios es uno de los edificios más representativos del Art Nouveau en la ciudad de Buenos AiresArgentina.

Se encuentra en Avenida Rivadavia 2027 y 2031, en el barrio de Balvanera, y fue construido hacia 1903 o 1905 para Miguel Capurro. El proyectista fue el ingeniero argentino Eduardo S. Rodríguez Ortega, que ha sido catalogado como un admirador del arquitecto Antonio Gaudí (máximo exponente del modernismo catalán en Barcelona), y quien también construyó otro edificio notable en la esquina de Rivadavia y Ayacucho, a metros de la Casa de los Lirios.

Descripción[editar]

La Casa de los Lirios es un edificio de viviendas, con planta baja y tres pisos altos. En la primera, se encuentra hacia el centro el acceso a las viviendas (en un volumen que sobresale), y dos locales comerciales, uno a cada lado. La puerta principal lleva a un vestíbulo que conduce a la escalera y ascensor, y los comercios ocupan casi la totalidad de esa planta. Los pisos superiores son simétricos, al igual que la fachada, y poseen dos departamentos cada uno.
Vista desde el sureste.
De todas formas, la gran protagonista del edificio es la fachada. Se trata de uno de los ejemplos más reconocidos de la corriente catalana del modernismo que surgió en Europa contra la tendencia académica de la arquitectura, a comienzos del siglo XX. La botánica es la temática explotada, y es por la ornamentación que insinúa tallos y flores de lirio, que la casa recibió el nombre con el cual se la conoce. En la cornisa, el volumen central está coronado por un gran rostro de un anciano (algunos lo asocian con el dios del viento Eolos) realizado en yeso, con sus cabellos extendidos ocupando todo el remate. La puerta de acceso está realizada en hierro, al igual que las rejas de los balcones, y presenta un patrón similar al de los cabellos que decoran la cornisa. Por último, las ventanas y balcones están ornamentadas con troncos, tallos y flores, mostrando la capacidad de manejo de los materiales que se había alcanzado en la época para expresar formas fluidas y vivas.
En la actualidad un edificio es considerado Representativo por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y cuenta con un nivel integral de protección.

. El arte de no terminar nada, la libertad CreaDora. Enrique Vila- Mata.

Enrique Vila-Matas recupera uno de sus volúmenes más emblemáticos, con más de treinta ensayos que confi guraron su paisaje narrativo posterior.El viajero más lento recoge un macrocosmos fundacional vilamatiano de ciudades, personajes, lecturas, conversaciones, situaciones reales, invenciones y escenarios. Con dos piezas inéditas, constituye, además, una hoja de ruta con las claves imprescindibles para identifi car aquello que se convertiría en capítulos, historias y personajes de sus libros posteriores. Un alegato a favor de la libertad creadora del escritor.

Casi veinte años después de su primera edición en 1992, reaparece en Seix Barral El viajero más lento, una recopilación de los ensayos y artículos que Enrique Vila-Matas había publicado hasta entonces, un mosaico itinerante de textos que recorren ciudades como Berlín, expresan el fervor de Barcelona y son un homenaje a los autores que han confluido en su escritura, en sus afinidades y gustos de lector y en su mirada narrativa. Los cinco apartados en que se articula el libro son una inmejorable introducción al mundo personal y narrativo de Enrique Vila-Matas a través de una recopilación que toma su título de uno de sus textos más memorables, el dedicado a Valéry Larbaud:

Tres geografías distintas (el viaje al extranjero, el paseo por el barrio de toda la vida y el vagabundeo literario), once ensayos que yo llamo shandys en honor de los conjurados de uno de mis libros, una mirada nostálgica a mi ya tan lejana como furtiva relación con el cine y, finalmente, comentarios a libros o autores que me gustan, componen esta colección de artículos y ensayos literarios que he decidido llamar El viajero más lento.

A medio camino entre el ensayo y el relato, estos textos ocupan un territorio entre la realidad y la ficción en el que se refugia el autor-personaje que escribe estas páginas y las recorre y se reinventa. Porque, como Baroja cuando pasó tímidamente la frontera del exilio, un Vila-Matas joven también preguntó “¿Se puede pasar?” en la frontera que une y separa la vida y la literatura. Y en esa frontera, inestable y habitable al mismo tiempo, se instalan algunos de los textos más memorables que ha escrito el autor.

Como El acero del dolor, en donde rememora aquella huida al exilio de la literatura, con la pregunta barojiana que hizo un joven de a pie, tembloroso, no del todo consciente de que podía estar emprendiendo el duro camino de un exilio tan literario como tal vez definitivo, un alejamiento tan profundo como sin remedio alguno: ese extrañamiento que, a medida que he ido escribiendo e indagando sobre mí mismo, se ha agrandado con el tiempo.

Desde El rostro impasible, su primer artículo, de 1968, hasta Preferiría no hacerlo, un texto que muestra ya a un Vila-Matas dueño de su mundo literario,El viajero lento es un conjunto espléndido de artículos que aparecieron en la prensa sobre todo a finales de los ochenta y a principios de los noventa.

Por ejemplo, Lo que Brando decía, una entrevista ficticia e inolvidable al actor impenetrable. Como novedad, tras las secciones tituladas Escritos ShandysUna furtiva lágrima y En el Chevrolet prestado, esta reedición incorpora dos textos inéditos: el epílogo El arte de no terminar nada, que coherentemente con su título y su contenido, no cierra nada, porque tras él aparece otro apartado -No es obligado el punto final- con el espléndido Café Bénabou.



Santos Domínguez