Con "Carta a una señorita en París", Diego Agrimbau (guión) y Lucas Varela (dibujo) resultan encantadoramente sombríos. Esos conejitos de pelaje suave que acarician la garganta, en el lápiz de Varela son, precisamente, adorables y siniestros. Todo muy simpático, todo muy deprimente. Saltarines, trozados y suicidas. Junto al naranja predominante que tiñe de frenesí leve cada una de las acciones.
El narrador y personaje principal le escribe una carta a una señorita llamada Andrée que se encuentra de visita en París mientras él cuida su apartamento de la calle Suipacha en Buenos Aires, al que describe al detalle en las primeras líneas. Todo en el apartamento está perfectamente ordenado, y el personaje siente vergüenza de mover incluso las piezas más pequeñas. El motivo de la carta, en cambio, se debe a un problema más bien «físico» que atraviesa el personaje: vomita conejitos. Este incidente, descrito con detalle y que podría parecer una extrañeza, es para él de lo más natural. Lo ha hecho por mucho tiempo en periodos regulares de varias semanas, por lo que ya está tan habituado que incluso tiene un espacio con alimentos para los conejitos en su balcón. Sin embargo, al mudarse comienza a vomitar conejitos cada uno o dos días. Pronto no sabe que hacer con ellos ni cómo ocultárselos a la mucama llamada Sara, que cree que desconfían de su honradez. Los encierra en el clóset del dormitorio durante el día y los deja salir durante la noche. Al principio son hermosos y tranquilos por lo cual le es imposible matarlos, pero con el tiempo se convierten en feos y rompen todo. Mientras solo fueron diez «tenía perfectamente resuelto el tema de los conejitos». Pero cuando el undécimo apareció, ya no pudo contener la situación. El narrador ha hecho todo lo posible por limpiar y reparar lo que los animales han roto, y le deja la carta en el apartamento para que no se pierda en el correo. Concluye con un «No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales»
Es la primera vez que Cortázar utiliza un narrador en primera persona. La trama está escrita a modo de carta-confesión. Puede dividirse en tres etapas: en la primera el protagonista escribe la carta, en la segunda aparecen los conejitos —el personaje pasa a ser pasivo— y en la última se recae sobre el narrador. Estas etapas hacen que el cuento tenga un movimiento ondulatorio en la que crece la tensión de la narrativa. Estas tres etapas están indicadas por tres límites: la imposibilidad de matar al conejito al final de la primera parte, la aparición del undécimo conejito al final de la segunda y la decisión que compromete al personaje al final del cuento —matar a los conejitos, a costa de su propia vida—; o bien suicidarse y concretar el fin de su problemática.
Como en toda la obra de Cortázar, hay múltiples lecturas posibles. El narrador tiene muchos papeles que causan desorden y provocan a la mucama a la vez que sugieren que el personaje es un escritor. De esta forma se abre la posibilidad de que la historia sea una metáfora de la actividad creativa: los conejos son las obras que brotan del personaje sin que él le encuentre explicación e incluso se sienta por momentos insatisfecho. Así, al matar a los conejos destruye su trabajo
«Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso.» «Desde niño el reino vegetal me ha sido profundamente indiferente (...) En cambio los animales me fascinan: el mundo de los insectos, de los mamíferos, descubrir poco a poco afinidades y similitudes: yo considero que el gato es mi animal totémico y los gatos lo saben.»
La figura del animal relacionada con la enfermedad. El animal puede personificar la aflicción o enfermedad misma o al menos encarnar síntomas de ella –en "Cefalea", donde el espacio de la casa, con las mancuspias haciendo ruidos sobre ella se confunde con el dolor de cabeza de los protagonistas Carta a una señorita en París se basa en una enfermedad personal
: «el cuento de los conejos coincidió con una etapa de neurosis bastante aguda y al escribirlo se curó. Ya que se ha establecido la semejanza de vomitar conejos con la producción de escritura.»
«La figura del animal, un deseo encarnado, simboliza al elemento bárbaro renovador que provee una manera de contrarrestar y sobrevivir las contradicciones de la modernidad.» El nacimiento (y el comportamiento) grotesco de los conejitos pretende limpiar y así liberar al individuo de la enfermedad de la modernidad; pero el protagonista es incapaz de aceptar la cura de la manera que su propio cuerpo propone: la resiste y, por eso, muere.
El protagonista es un individuo en conflicto: «yo no quería venirme a vivir a su departamento...» dice pero luego nos revela: «vine a descansar a su casa». No se saben con claridad todos los factores que componen su crisis, pero los síntomas de la modernidad son evidentes: el cambio constante («he cerrado tantas maletas en mi vida»); la presión del trabajo y las tareas; y por encima de todo, mudarse al ambiente de la otra. Así mismo, todas las cositas finas que no se pueden tocar, los signos de mujer refinada (también fuera de su alcance), oprimen al protagonista: «Y yo no puedo acercar los dedos a un libro (...) destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones».
A lo mejor es la instalación del protagonista en ese espacio ordenado el motor de la acción, la causa de un desorden que culmina n la degradación, en el destrozo de los objetos y muebles llevado a cabo por los conejitos.
Él no puede, pero los conejos, sí. «El conflicto interno del protagonista le provoca una reacción corporal: vomita el primer conejo al subir para instalarse en el departamento. Cuando resuelve no matarlo se siente "desorientado pero no infeliz, no culpable...". Así, los conejitos se presentan como una vacuna contra el orden nocivo del departamento: como buenos corpúsculos, se multiplican y atacan al tóxico.»
«Los conejos corrompen el tiempo, cambiando el día por la noche. Inventan su propio espacio, un espacio lúdico fuera de las reglas de la sociedad y la modernidad. Crean un mundo nuevo, un mundo interior, bajo el triple sol de la lámpara. Introducen el desorden del juego, un jugar agresivo que destruye los objetos que signan la cultura. El pobre protagonista no puede descansar ni mucho menos sentarse para continuar su trabajo de intelectual.»
«Su cuerpo –productor de conejos– cambió, produjo más que "lo normal", y él no sabe enfrentar el cambio, su propio devenir. Por lo tanto, no sabe transformar sus rituales de acuerdo con sus nuevas necesidades. Aunque es de su mismo cuerpo que proviene un carnaval liberador, él es incapaz de comprender la posibilidad de un orden nuevo, distinto de lo del mundo. (...) Los conejos no curan al protagonista integrándole a su carnaval grotesco, pero puede ser que lo salven al llevarlo a una muerte alegre y renovadora.»
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