Durante el trayecto, los niños leen revistas, la abuela se entrega a la delicia de ver las montañas desde la ventana del carro y el padre de familia, conduce sin ningún percance. Pero en el imaginario de Flannery O'Connor, esto no puede darse de manera tan sencilla, entonces la abuela no para de hablar mientras exaspera a su hijo, los niños arman pataletas y el gato salta de un asiento a otro, introduciéndonos poco a poco, en una atmósfera pesada y fatal, en la que ese entretenido y apacible viaje familiar, no puede terminar bien.
Tras algunos kilómetros, la abuela, inspirada por los paisajes, se acuerda de una mansión que según su descripción, es bellísima y se encuentra ubicada muy cerca por un camino de tierra que acaba de ver. Entonces, empieza hablar con la ilusión de volver a ver el camino de robles que conduce a la construcción que tiene magnificas columnas y un panel secreto, el cual al parecer, guarda una fortuna familiar. A su hijo, quien conduce aburrido a causa de la conversación de la madre, no le cae en gracia la idea de retroceder al pasado nostálgico de la anciana, así que no pronuncia palabra alguna y sigue conduciendo con la mirada fija en la carretera. Los niños se entusiasman con la idea de visitar la famosa mansión y emprenden una fastidiosa insistencia, que logra que el afligido conductor de vuelta al auto y se meta por el camino de tierra.
Después de haber avanzado un largo tramo del camino sin encontrar nada, la familia sufre un accidente automovilístico que los retrasa aún más. Allí, en medio de las montañas, abandonados a su suerte, otro vehículo se abre paso por la tierra colorada y en él, los desdichados creen ver el símbolo de la ayuda y la generosidad. El auto que llega a auxiliar a la familia es conducido por un individuo que la abuela vio en la primera página del periódico aquella mañana. Los destinos se cruzan después de una serie de bifurcaciones, de una terrible sonrisa del azar y la trama urdida por esa gran escritora que es Flannery O´Connor, se desenvuelve de manera brutal y natural.
Flannery O’Connor fue una de las consumadas artífices del gótico sureño. Sus Cuentos completos combinan una escritura clara y precisa con dosis de una inusual ferocidad en el tratamiento de los conflictos rurales e interraciales.
De las grandes damas de la literatura del sur de los Estados Unidos –Eudora Welty, Carson McCullers, Katherine Anne Porter–, Flannery O’Connor fue la que cumplió de forma más acabada con los requerimientos del gótico sureño. Su obra de ficción, integrada apenas por dos novelas y dos colecciones de cuentos, se hunde en las raíces del grotesco pero se eleva en una ramificación de atrocidades asfixiante. O’Connor describe el mismo Viejo Sur decadente de William Faulkner, pero su literatura es muy diferente de la del maestro: prefiere un estilo límpido, la sencillez narrativa, cierto laconismo y remates de un espanto tangible. Quizá por eso consiguió la consagración de su enorme talento con cuentos: O’Connor es contundente y completa en sus relatos como Grace Paley; tanto que, al leerlas, se tiene la sensación de que para ellas la novela no parece necesaria.
Este volumen recopila los dos grandes libros de cuentos de Flannery O’Connor: Un hombre bueno es difícil de encontrar (1955) y Todo lo que asciende tiene que converger (1965), editado en forma póstuma, más relatos de juventud publicados en revistas y en su tesis de posgrado para el Georgia State College for Women, donde estudió ciencias sociales. Se trata de una producción magnífica pero escasa: la propia vida de O’Connor podría ser un claustrofóbico relato de soledad y desdicha. Hija de una familia acomodada, falleció a los 39 años de complicaciones de lupus; pasó la última década de su vida casi sin salir de la casa familiar en Georgia, en muletas y casi paralizada. Tenía todo el tiempo para la literatura, pero escribir la agotaba como casi cualquier otra actividad.
Desde su encierro, Flannery O’Connor escribió con saña. Ninguno de sus contemporáneos alcanza semejantes cumbres de ferocidad. No hay piedad en estos relatos, y los personajes parecen ser guiados por un determinismo inefable que siempre los conduce al mismo callejón insoportable. Todo termina mal. La decadencia de un modo de vida injusto no trae un orden social mejor, sino resentimiento, odios profundos y cerrazones. La vida rural es presentada como primitiva y brutal (“Más pobre que un muerto, imposible”); la vida urbana, como un infierno intransitable (en “El negro artificial” y “El geranio”). Abundan las mujeres solas que tratan de sostener sus viejas casas, su ganado, sus plantaciones, acosadas por los nuevos tiempos que suelen encarnarse en jóvenes crueles e inhumanos (“Un círculo en el fuego”). También las jóvenes intelectuales que detestan su entorno pero están atrapadas en la viscosa red de sus parientes y tradiciones, tanto que llegan a la locura (“Revelación”) o a la humillación más intolerable (la que sufre la joven de “La buena gente del campo”, cuyo amante primero finge ser un campesino religioso e inocente y luego le roba la pierna ortopédica, como trofeo).
Casi todos los cuentos de esta colección son pequeñas obras maestras, salvo algunos de los primeros y muy prematuros relatos, o los que después formaron parte de la fallida novela Sangre sabia. Pero hay momentos brillantes y salvajes, inolvidables. El primero es un clásico: “Un hombre bueno es difícil de encontrar”; una familia tipo –padre, madre y los chicos– sale de viaje en auto con la abuela. Ella recuerda, por el camino, una mansión que le gustaría volver a visitar, lo que presupone un desvío. Las consecuencias de este golpe de volante son una ultraviolencia repentina escrita con un ritmo tan despiadado como los hechos narrados. El segundo es “La vida que salvéis puede ser la vuestra”, donde la crueldad y el grotesco tensan la cuerda: un vagabundo seduce a una soltera sureña con retraso mental, entregada al matrimonio por su propia madre (además, el relato tiene un remate todavía más deprimente). Y, finalmente, Todo lo que asciende tiene que converger, donde se enfrentan tres Estados Unidos diferentes (el pobre y negro, el del viejo orden, el progresista) y los tres fracasan, atenazados por una parálisis que se vuelve literal, y que funciona como perverso reflejo de la que sufría la propia y atormentada autora.
Flannery O’Connor (Georgia, EUA, 1925 – Georgia, EUA, 1964) autora norteamericana de novelas, relatos cortos, reseñas y ensayos. Está considerada como una de las mejores cultivadoras del género cuentístico en Estados Unidos.
Hija única de Edward O’Connor (quien murió en 1941) y Regina Cline O’Connor. Estudió secundaria en Peabody High School y cursó estudios universitarios en el State College femenino de Georgia, donde se graduó en estudios sociales. En 1946 fue aceptada para el Master de Creación Literaria de la Universidad de Iowa, donde presentaría como tesis sus primeros cuentos. Desde 1951 por diagnóstico de Lupus, se mudó a la granja familiar de Milledgeville, donde pasó sus últimos años dedicada a la creación literaria y a la cría de pavos reales.
Se la considera como una de las integrantes paradigmáticas de la escritura del sur norteamericano. Sus protagonistas son personajes locales y las historias que relata tienen como escenario los campos o las pequeñas ciudades de la región. Una constante de toda la narrativa es la preocupación por la divinidad en contraposición a conductas perversas y violentas.
Su primera novela fue Sangre sabia (1952) y llamó la atención de críticos y lectores, por su extraña combinación de gótico, profecía mistérica y mensaje católico. En la siguiente (Los profetas, 1960) continuó por la senda de religión y misterio. Por esos años O’Connor se había revelado como una consumada autora de relatos, género en el que añadió la presentación de incongruencias extremas en la psicología de sus personajes y en el espacio en que se mueven.
Sus cuentos se caracterizan por mostrar lo estrafalario, lo violento y grotesco con grandes dosis de humor negro. La primera recopilación de relatos, Un hombre bueno es difícil de encontrar, vio la luz en 1955. Posteriormente, Flannery O’Connor siguió escribiendo otros cuentos que se publicaron en el volumen póstumo Las dulzuras del hogar (1965).
Acá, para que leas, uno de sus cuentos.
Fuentes. Maia Rory , Mariana Enriquez( Pagina 12), La Maquina del Tiempo ( revista literaria)