Amy Hempel (Chicago, 14 de diciembre de 1951) es una escritora estadounidense, muy prestigiosa como autora de cuentos (alabados, entre otros autores, por Chuck Palahniuk). Coordina el curso de escritura del College de Brooklyn de la Universidad de la Ciudad de Nueva York e imparte también clases de escritura creativa en la Universidad de Princeton.
Fue alumna del taller literario de Gordon Lish, bajo cuya tutela comenzó a escribir sus primeros cuentos. Impresionado por su talento, Lish le ayudó a encontrar editor para su primer libro, Razones para vivir (1985), donde está incluido el primer cuento escrito por Hempel, «En el cementerio donde está enterrado Al Jolson».
En 2006 la organización United States Artists le concedió la beca USA Ford Fellow. En 2007 ganó el Premio Ambassador Book por su colección de cuentos Collected Stories y en 2008 ganó el Premio Rea
"Yo creo que si vas hacia lo que te asusta, lo que te asusta acaba liberándote”.
Amy Hempel
.En la bañera
"Yo creo que si vas hacia lo que te asusta, lo que te asusta acaba liberándote”.
Amy Hempel
.En la bañera
" El corazón... creí que se me paraba. Así que me subí al coche y me fui rumbo a Dios. Pasé por delante de dos iglesias ante las que había coches estacionados. Después paré en una tercera porque nadie había estacionado ahí.
Fue a primera hora de la tarde, a mediados de semana. Elegí un banco de las filas centrales. Episcopal o metodista, daba lo mismo. Estaba tan silenciosa como puede esperarse de una iglesia.
Pensé en lo que sentí cuando me dio el largo paro cardíaco, y en el desorden de los latidos que vinieron después, cuando se precipitaron para llenar el espacio vacío. Sentada allí, bajo la alta estructura de la vidriera silenciosa, me puse a escuchar."
Fue a primera hora de la tarde, a mediados de semana. Elegí un banco de las filas centrales. Episcopal o metodista, daba lo mismo. Estaba tan silenciosa como puede esperarse de una iglesia.
Pensé en lo que sentí cuando me dio el largo paro cardíaco, y en el desorden de los latidos que vinieron después, cuando se precipitaron para llenar el espacio vacío. Sentada allí, bajo la alta estructura de la vidriera silenciosa, me puse a escuchar."
Celebrada por estilistas como Rick Moody o por efectistas como Chuck Palahniuk, Amy Hempel es uno de los muchos secretos a voces de la literatura norteamericana. Y la reunión de su obra completa bajo tapas de exquisito diseño es ocasión para renovar el regocijo de sus seguidores, así como la ocasión perfecta para los que ahora tienen la oportunidad de preguntarse, extáticos, dónde estuvo esta escritora durante todos estos años y cómo fue que se les escapó a sus radares.
Afirma Moody en su tan admirada como clínica introducción a The Collected Stories que “Hempel usa las oraciones para salvar vidas”, que “sale de bajo las faldas de Grace Paley”, pero que “su voz es sólo suya y que tiene que ver con la stand-up comedy, la poesía contemporánea, las revistas de celebridades, las artes visuales, el Oeste y las canciones populares”. Y es cierto, pero también es verdad que se trata apenas de la punta de un ardiente iceberg y que, a la hora de la verdad, la clave y la maestría residen en las oraciones marca Hempel. Ejemplo: “He aquí un truco que descubrí para por fin poder dormir. Me acuesto en la cama de mi marido. De este modo, la cama vacía a la que me enfrento es la mía”.
Pupila del legendario Gordon Lish, surgida junto a la mejor promocionada Lorrie Moore, a Hempel a menudo se la considera minimalista. Pero fue el crítico Robert Towers quien propuso una etiqueta alternativa que sólo sirve para ella: Amy Hempel es una precisionista. Y sus cuatro libros de relatos aquí compilados –Reasons to Live de 1985, At the Gates of the Animal Kingdom de 1990, Tumble Home de 1997, y The Dogs of Marriage del 2005– constituyen el mejor argumento para semejante rótulo. Los 47 relatos y una nouvelle de Hempel cortan como bisturíes recién afilados y abren con pulso firme por el sólo placer y coraje de revelarnos qué hay debajo de la piel. Y son todos excelentes, pero cabe destacar algunas obras maestras: “In the Cemetery where Al Jolson Is Buried” (donde alguien intenta alegrar a un amigo moribundo), “The Harvest” (donde Hempel realiza una proeza técnica que quita el aliento), la novela corta “Tumble Home” (donde el narrador invoca la sombra de un amante pasado y del pasado) y su secuela “Offertory” (con, según Moody, y estoy de acuerdo, una de las escenas más logradamente eróticas de la literatura contemporánea).
Y un Collected Stories –celebrar también la reciente publicación de las Collected Stories de Deborah Eisenberg, otra escritora de relatos vertiginosamente lenta– suele invocarse cuando la vida se acaba o la obra se considera más o menos cerrada. No es el caso de Hempel, pero sí, tal vez, la necesidad de cerrar una puerta para abrir otra. Y es que Hempel ha llevado una de esas existencias que equivalen a muchas: nació en Chicago, se fue a California para trabajar como periodista, dio vueltas por los barrios hippies, no pudo terminar la escuela, trabajó como asistenta de veterinario y –revela Moody y corroboró la misma Hempel en una reciente entrevista– acaba de recibirse de médica forense y, entre cuento y cuento, practica autopsias a cadáveres que no conoce para conocerlos mejor, para comprenderlos. Explica Hempel: “Cuando comencé a estudiar anatomía forense me intrigó la fobia que me producía todo aquello que podía llegar a ir mal con un cuerpo humano. Así que me propuse ser definitiva y totalmente contrafóbica y ver los cuerpos a fondo. Fue ahí cuando comencé a interesarme por la anatomía y la disección de cadáveres. Y hoy por hoy estoy muy contenta de haberlo hecho. Estoy orgullosa de haberme atrevido a mirarlos fijo. Funcionó. Yo creo que si vas hacia lo que te asusta, lo que te asusta acaba liberándote”. Y todo esto –ojos de rayos X, frases láser, diagnósticos sin vuelta– cobra el más preciso de los sentidos leyendo los relatos de Amy Hempel. Mírenlos.
fUENTE: rODRIGO fRESAN para Pagina 12
Fragmento del cuento La Cosecha
La Cosecha
Amy Hempel
El año en que empecé a decir florero en vez de tiesto, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente. El hombre no sufrió ninguna herida cuando el otro coche chocó contra nosotros. El hombre, al que había conocido hacía una semana, me sujetaba en el asfalto de una manera que daba a entender que era mejor que yo no me viese las piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, y sabía también que miraría si él no me lo impidiese. El frontal de su ropa estaba manchado con mi sangre. —Tú te pondrás bien, pero este jersey está para tirar a la basura —me dijo. El miedo al dolor me hizo gritar. Pero no sentía dolor alguno. En el hospital, después de que me pusieran unas inyecciones, supe que había dolor en la habitación…, sólo que no sabía de quién era ese dolor. Una de mis piernas necesitó cuatrocientos puntos de sutura. Cuando se lo contaba a la gente, se convertían en quinientos, porque nunca nada es tan malo como podría serlo. Los Cinco días que tardaron en saber si podrían salvarme la pierna o no los alargaba a diez. El abogado era el único que usaba esa palabra. Pero no llegaré a esa parte hasta dentro de un par de párrafos. Hablábamos del físico, de lo importante que es. Crucial, diría yo. Creo que el aspecto físico es crucial. Pero aquel tipo era abogado. Se sentaba en una silla de plástico que acercaba a mi cama. Lo que él entendía por físico era lo que valdrían ante un tribunal de justicia los daños ocasionados en mi físico. Me atrevería a jurar que al abogado le gustaba decir tribunal de justicia. Me contó que había tenido que examinarse tres veces antes de poder ingresar en el colegio de abogados. Me dijo que sus amigos le regalaron unas tarjetas espléndidamente impresas, con las letras en relieve, pero que donde tenía que poner Abogado ponía Abogado Por Fin. Había conseguido a esas alturas tantas indemnizaciones, que yo no podría aspirar ya a convertirme en azafata de vuelo. El hecho de que a mí nunca se me hubiese ocurrido convertirme en tal cosa era, según él, algo legalmente irrelevante. —Hay otro asunto —me dijo—. Tenemos que hablar de la cuestión de la nubilidad. Lo normal era que yo hubiese salido con un ¿nubiqué?, aunque sabía, desde que lo mencionó, lo que significaba aquello. Yo tenía dieciocho años, así que le dije: —En principio, ¿no podemos hablar de parejabilidad?
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