Alicia en el País de las Maravillas
Mar Villar ( ilustradora)
Alicia abrió la puerta y descubrió que daba a un pequeño pasillo, no mucho más grande que una ratonera: se arrodilló y, a través del pasadizo, vio el jardín más bonito que jamás hayáis imaginado. ¡Cómo deseaba salir de aquella oscura sala y pasearse entre esos lechos de brillantes flores y esas fuentes fresquísimas!, pero no podía siquiera sacar la cabeza por la puerta. “Incluso si mi cabeza pasase por aquí”, pensó la pobre Alicia, “no serviría de nada sin mis hombros. ¡Oh, ojalá pudiese encogerme como un telescopio! Creo que podría hacerlo, si al menos supiese cómo empezar.” Porque, ya veis, le había ocurrido tantas cosas extrañas últimamente que Alicia había empezado a pensar que muy pocas cosas eran realmente imposibles.
No era muy útil quedarse esperando al lado de la puertecita, así que regresó junto a la mesa, esperando, en cierto modo, encontrar otra llave sobre ella o, por lo menos, un libro de normas para encoger a las personas como un telescopio. Esta vez lo que encontró fue una botellita sobre la mesa (“que, desde luego, no estaba aquí antes” pensó Alicia). Alrededor del cuello de la botellita había una etiqueta con la palabra “bébeme” impresa en unas preciosas letras mayúsculas.
Estaba muy bien eso de decir “bébeme”, pero la pequeña y precaída Alicia no iba a hacerlo así, sin más. “No, primero miraré”, dijo ella, “si dice veneno o no”; porque ella había oído varios historias muy bonitas sobre niños que habían sido quemados, o que habían sido devorados por bestias salvajes y por otras cosas desagradables, todo por negarse a recordar las simples normas que sus amigos les habían enseñado: tales como que un atizador al rojo vivo quema, si uno lo sostiene demasiado tiempo, y que si uno se hace un corte muy profundo en un dedo con un cuchillo, normalmente sangra; Alicia no había olvidado que si se bebe mucho de una botella en la que pone “veneno”, es casi seguro que, tarde o temprano, hace daño.
Sin embargo, en esa botella no decía “veneno”, así que Alicia se atrevió a probarlo y lo encontró muy agradable (de hecho, sabía a una mezcla entre tarta d cerezas, natillas, pña, pavo asado, caramelo y tostadas calientes con mantequilla). Enseguida se lo terminó.
“¡Que sensación tan curiosa!”, dijo Alicia. “Debo estar encogiéndome como un telescopio”.
Y efectivamente, así era: ahora sólo medía diez pulgadas y su cara se iluminó al pensar que ya tenía la medida apropiada para pasar por la puertecita y entrar en el precioso jardín. Sin embargo, primero esperó unos minutos para ver si iba a encogerse más; se sintió un poco nerviosa al pensar en esta posibilidad: “porque puedo desaparecer del todlo”, dijo Alicia, “como una vela. Me pregunto: ¿cómo sería yo entonces?” Y trató de imaginar cómo es la llama de una vela al apagarse, porque no recordaba haber visto eso nunca.
Al cabo de un rato, al ver que no ocurría nada más, decidió salir al jardín; pero ¡ay, pobre Alicia!, al llegar a la puerta se dio cuenta de que había olvidado la llavecita dorada y, cuando se acercó a la mesa para cogerla, comprendió que le resultaría imposible alcanzarla: podía verla perfectamente a través del cristal trató, como pudo, de trepar por una de las patas de la mesa, pero resbalaba demasiado. Cuando se cansó de intentar subir, la pobre criatura se sentó y rompió a llorar.
“¡Vamos, llorar no sirve de nada!”, se dijo Alicia con firmeza. “¡Te aconsejo que pares ahora mismo!” Normalmente Alicia se daba consejos muy buenos (aunque pocas veces hacía caso de ellos), y en ocasiones se reprendía de una forma tan severa que incluso lloraba; recordaba que una vez había intentado darse un cachete por haber hecho trampas en una partida de cróquet que estaba disputando contra ella misma, porque a esta curiosa niña le encantaba fingir que era dos personas al mismo tiempo. “Pero, ¡no sirve de nada fingir que soy dos personas ahora!”, pensó la pobre Alicia. “¡No queda casi nada de mí como para ser una persona completa!”
Pronto descubrió una cajita de cristal bajo la mesa; la abrió y encontró un pastelito con la palabra “cómeme” escrita en unas preciosas letras mayúsculas. “Bien, me lo comeré” dijo Alicia. “Si me hace crecer, podré coger la llave, y si me hace aún más pequeña, podré escurrirme por debajo de la puerta; así que, de un modo u otro, entraré en el jardín. “Además, ¡me da igual lo que pase!”
Comió un poquito y ansiosamente se preguntó: “¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?”, mientras mantenía su mano en la cabeza para ver si estaba creciendo. Se sorprendió bastante al ver que permanecía igual. La verdad, esto es lo que ocurre normalmente cuando uno se come un pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que sólo le ocurriesen cosas extrañas, que le parecía demasiado estúpido y aburrido que la vida siguiese como siempre. Así que se puso manos a la obra y pronto se terminó el pastel.
“¡Qué curioso, qué curioso!”, exclamó Alicia (estaba tan sorprendida que, por un momento, olvidó cómo hablar correctamente). “¡Ahora me estoy alargando como el telescopio más grande que existe! ¡Adiós, pies!” (porque cuando miró hacia abajo, casi había perdido de vista sus pies; estaban tan lejos...).
Fragmento del texto original de Lewis Carroll.