Durante un puñado de años del siglo XX la poesía rusa se concentró noche a noche en la taberna El Perro Vagabundo, y en ella Anna Ajmátova brilló con luz propia. Gueorgui Adámovich cuenta algunos de suNo puedo recordar con exactitud cuándo fue que vi a Anna Ajmátova por primera vez. Probablemente fue dos años antes de la Primera Guerra Mundial, en un seminario romanogermánico, en la Universidad de San Petersburgo. Como estudiante, yo no tenía una relación directa con este seminario, pero con frecuencia asistía: era como una especie de cuartel general del joven –y recientemente aparecido– movimiento acmeísta, y al mismo tiempo el lugar de encuentro de los primeros formalistas, que todavía dudaban de sí mismos y que desarrollaban sus teorías más por rechazo de todo tipo de cosas que por una convicción fuerte. Pero los romanogermanistas miraban con desdén la sección rusa de la facultad de historia y filología, y no les faltaba razón. Gumiliov,1 por ejemplo, contaba con maliciosa irritación que en el examen de literatura rusa –examen en que él se disponía a brillar por sus conocimientos y la agudeza de sus opiniones– el profesor Shliapkin le preguntó:
–Dígame, ¿qué considera usted que haría Oneguin si Tatiana decidiera abandonar a su esposo?2
En el seminario romanogermánico las pláticas y discusiones se llevaban a otro nivel y, para mí, personalmente, estaba rodeado de una aureola singular, misteriosa, de irresistible fascinación. Varias veces al año se armaban allí veladas poéticas –no para el público, sino para los “suyos”– y ser contado entre los “suyos” era, no sin cierta indulgencia, motivo de gran alegría. En una ocasión K.V. Mochulski, mi futuro cercano amigo de París, con toda su impetuosidad y su carácter un tanto vacilante y de una sensibilidad enfermiza, que lo incapacitaba para ser un verdadero formalista, me dijo: “Venga hoy sin falta... ¡estará Ajmátova! ¿Usted no ha leído a Ajmátova?”
¡Que si había leído yo a Ajmátova! Desde las primeras líneas suyas que cayeron ante mis ojos y su invocación al viento:
Quedé encantado con esta intermitencia rítmica, “Y no hay a quién estrechar la mano”, y, como entonces se acostumbraba decir, quedé “atravesado” por sus versos, casi como me sucediera unos cuantos años antes, cuando estaba todavía en el bachillerato, con las primeras líneas de Blok que cayeron ante mí, de su poema “La tierra en la nieve”:
Ajmátova ya era reconocida, al menos en el mismo sentido en que Mallarmé, platicando con sus amigos, utilizó esta palabra en relación a la ville de L’Isle-Adam: “Ustedes la conocen, yo la conozco... ¿se necesita más?” En el estrecho círculo de los adictos a la nueva poesía se hablaba de ella con admiración. Gumiliov, su esposo, al principio tenía una opinión muy negativa de los versos de Anna Andréievna, y parece que incluso le “rogó” no escribir más, y es muy posible que en su apreciación se mezclaran inconscientemente razones y motivos personales, cotidianos. No eran celos literarios, no, era una animadversión indefinida y escéptica que suscitaba la sensación de una profunda y radical diferencia que seguramente existía entre el carácter poético de Ajmátova y el suyo propio. Gumiliov reconoció a Ajmátova como poeta, de manera total, sin reservas, sólo después de varios años de matrimonio. Y “la llevó a la gente” –si es que esta expresión de Kuzmín tiene cabida en este caso–, que sin duda captó la originalidad y encanto de los versos tempranos de Ajmátova, como los captó Gueorgui Chúlkov, el “anarquista místico”, amigo y segunda voz de Viacheslav Ivanov, que alguna vez hizo reír a media Rusia con una frase inicial en un artículo largo y programático: “El verdadero poeta no puede no ser anarquista, porque ¿cómo podría ser de otra manera?” La autoridad de Kuzmín era, por supuesto, mucho más significativa que la de Chúlkov, y lo más importante es que fue precisamente él quien contribuyó al surgimiento de la gloria de Ajmátova. Recuerdo una dedicatoria escrita por Ajmátova, después de la revolución, en un ejemplar de El llantén, o tal vez de Anno Domini MCMXXI, en un envío de estos tomos que le hizo a Kuzmín: “A Mijaíl Alexéievich, mi maravilloso maestro.” Sin embargo, hacia el final de la vida de Kuzmín, en los años treinta, Ajmátova dejó de encontrarse con él, no sé por qué razón.
Anna Andréievna me sorprendía con su apariencia. Ahora, en lo que se escribe sobre ella, a veces la llaman una belleza; no, no era una belleza. Era algo más que una belleza, mejor que una belleza. Nunca vi a otra mujer que, por su rostro y su aspecto, por su fuerza expresiva, por su genuina inspiración, que de inmediato llamaba la atención, se distinguiera entre todas las mujeres. Después, en su apariencia se manifestó claramente un matiz trágico: Raquel en Fedra, como lo dijo Ósip Mándelstam en una conocida octavilla después de una lectura en El Perro Vagabundo,3 cuando Ajmátova se paraba en el estrado, con su pseudoclásico chal que le caía de los hombros, parecía que ennoblecía y elevaba todo lo que estuviera a su alrededor. Pero mi primera impresión fue distinta. Anna Andréievna sonreía casi sin interrupción, sonreía sin ganas, alegre y maliciosamente cuchicheaba con Mijaíl Leonídovich Lozinski, quien –por lo visto– intentaba convencerla de comportarse seriamente, como corresponde a una poetisa conocida, y escuchar los versos con atención. Por un minuto se callaba, pero luego otra vez comenzaba a bromear y a cuchichear. Pero cuando finalmente le pidieron leer algo, de inmediato cambió, incluso palideció: en la “burlona” y “pecaminosa alegría de Tsárskoe Seló”, como Ajmátova al paso de los años se caracterizó en Réquiem, surgiría la futura Fedra. Pero no por mucho tiempo. Al salir del seminario me la presentaron. Anna Andréievna dijo: “Perdonen, parece que hoy los he molestado a todos al escuchar la lectura. Pronto no me van a permitir entrar aquí...” y, volteándose hacia Lozinski, se sonrió otra vez.
Después yo empecé a encontrarme con ella con mucha frecuencia, principalmente en El Perro Vagabundo, que ella frecuentaba. Este sotanito en la plaza de Mijailovski, con pinturas de Sudeikin en las paredes, se volvió legendario gracias a numerosas anécdotas y recuerdos. Ajmátova le dedicó a ese lugar dos poemas: “Todos aquí estamos ebrios, perdidos” y “Sí, yo amaba aquellos encuentros nocturnos”. Los encuentros eran realmente nocturnos: llegábamos a El Perro Vagabundo después del teatro, luego de alguna velada o disputa, y nos marchábamos casi al amanecer. El dueño, Boris Pronin, echaba despiadadamente a quien su agudo olfato delatara como “farmaceuta”, es decir, gente que no tenía relación con la literatura y el arte. Por lo demás, todo dependía de su estado de ánimo: había casos en que un indudable “farmaceuta” recibía una alegre acogida, no se podía prever nada. El Perro Vagabundo era un lugar estrecho, sofocante, muy ruidoso, aunque no muy alegre: no, me sería muy difícil encontrar la palabra exacta para definir la atmósfera que reinaba en el lugar.
Pero no es casual, sin embargo, que nadie de los que lo frecuentaban haya podido olvidar hasta la fecha ese sotanito.
El Perro Vagabundo era frecuentado por visitantes extranjeros célebres: Marinetti, agudo, sonrosado, parecido hasta la risa a una “persona en un restaurante”, al que sólo le faltaba una servilleta blanca bien acomodada en la mano; Paul Fort, por muchos años el “príncipe de los poetas” franceses; Verhaeren, Richard Strauss y muchos otros. Para Strauss, por insistente petición de Pronin, Artur Lurié, quien era considerado en nuestro círculo como una naciente estrella musical, tocó la gavota “Gliuka” en su arreglo modernista, después de lo cual Strauss se acercó al piano, le dirigió a Lurié unas cuantas palabras muy halagüeñas, pero se negó decididamente a tocar.s encuentros con la autora de Poema sin héroe y Réquiem.
–Dígame, ¿qué considera usted que haría Oneguin si Tatiana decidiera abandonar a su esposo?2
En el seminario romanogermánico las pláticas y discusiones se llevaban a otro nivel y, para mí, personalmente, estaba rodeado de una aureola singular, misteriosa, de irresistible fascinación. Varias veces al año se armaban allí veladas poéticas –no para el público, sino para los “suyos”– y ser contado entre los “suyos” era, no sin cierta indulgencia, motivo de gran alegría. En una ocasión K.V. Mochulski, mi futuro cercano amigo de París, con toda su impetuosidad y su carácter un tanto vacilante y de una sensibilidad enfermiza, que lo incapacitaba para ser un verdadero formalista, me dijo: “Venga hoy sin falta... ¡estará Ajmátova! ¿Usted no ha leído a Ajmátova?”
¡Que si había leído yo a Ajmátova! Desde las primeras líneas suyas que cayeron ante mis ojos y su invocación al viento:
Yo era libre, como tú,
Pero quería vivir demasiado.
Mira, viento, mi cuerpo está frío
Y no hay a quién estrechar la mano...
Quedé encantado con esta intermitencia rítmica, “Y no hay a quién estrechar la mano”, y, como entonces se acostumbraba decir, quedé “atravesado” por sus versos, casi como me sucediera unos cuantos años antes, cuando estaba todavía en el bachillerato, con las primeras líneas de Blok que cayeron ante mí, de su poema “La tierra en la nieve”:
Ah, primavera sin frontera y sin final,
Sin frontera y sin final, como los sueños...
Ajmátova ya era reconocida, al menos en el mismo sentido en que Mallarmé, platicando con sus amigos, utilizó esta palabra en relación a la ville de L’Isle-Adam: “Ustedes la conocen, yo la conozco... ¿se necesita más?” En el estrecho círculo de los adictos a la nueva poesía se hablaba de ella con admiración. Gumiliov, su esposo, al principio tenía una opinión muy negativa de los versos de Anna Andréievna, y parece que incluso le “rogó” no escribir más, y es muy posible que en su apreciación se mezclaran inconscientemente razones y motivos personales, cotidianos. No eran celos literarios, no, era una animadversión indefinida y escéptica que suscitaba la sensación de una profunda y radical diferencia que seguramente existía entre el carácter poético de Ajmátova y el suyo propio. Gumiliov reconoció a Ajmátova como poeta, de manera total, sin reservas, sólo después de varios años de matrimonio. Y “la llevó a la gente” –si es que esta expresión de Kuzmín tiene cabida en este caso–, que sin duda captó la originalidad y encanto de los versos tempranos de Ajmátova, como los captó Gueorgui Chúlkov, el “anarquista místico”, amigo y segunda voz de Viacheslav Ivanov, que alguna vez hizo reír a media Rusia con una frase inicial en un artículo largo y programático: “El verdadero poeta no puede no ser anarquista, porque ¿cómo podría ser de otra manera?” La autoridad de Kuzmín era, por supuesto, mucho más significativa que la de Chúlkov, y lo más importante es que fue precisamente él quien contribuyó al surgimiento de la gloria de Ajmátova. Recuerdo una dedicatoria escrita por Ajmátova, después de la revolución, en un ejemplar de El llantén, o tal vez de Anno Domini MCMXXI, en un envío de estos tomos que le hizo a Kuzmín: “A Mijaíl Alexéievich, mi maravilloso maestro.” Sin embargo, hacia el final de la vida de Kuzmín, en los años treinta, Ajmátova dejó de encontrarse con él, no sé por qué razón.
Anna Andréievna me sorprendía con su apariencia. Ahora, en lo que se escribe sobre ella, a veces la llaman una belleza; no, no era una belleza. Era algo más que una belleza, mejor que una belleza. Nunca vi a otra mujer que, por su rostro y su aspecto, por su fuerza expresiva, por su genuina inspiración, que de inmediato llamaba la atención, se distinguiera entre todas las mujeres. Después, en su apariencia se manifestó claramente un matiz trágico: Raquel en Fedra, como lo dijo Ósip Mándelstam en una conocida octavilla después de una lectura en El Perro Vagabundo,3 cuando Ajmátova se paraba en el estrado, con su pseudoclásico chal que le caía de los hombros, parecía que ennoblecía y elevaba todo lo que estuviera a su alrededor. Pero mi primera impresión fue distinta. Anna Andréievna sonreía casi sin interrupción, sonreía sin ganas, alegre y maliciosamente cuchicheaba con Mijaíl Leonídovich Lozinski, quien –por lo visto– intentaba convencerla de comportarse seriamente, como corresponde a una poetisa conocida, y escuchar los versos con atención. Por un minuto se callaba, pero luego otra vez comenzaba a bromear y a cuchichear. Pero cuando finalmente le pidieron leer algo, de inmediato cambió, incluso palideció: en la “burlona” y “pecaminosa alegría de Tsárskoe Seló”, como Ajmátova al paso de los años se caracterizó en Réquiem, surgiría la futura Fedra. Pero no por mucho tiempo. Al salir del seminario me la presentaron. Anna Andréievna dijo: “Perdonen, parece que hoy los he molestado a todos al escuchar la lectura. Pronto no me van a permitir entrar aquí...” y, volteándose hacia Lozinski, se sonrió otra vez.
Después yo empecé a encontrarme con ella con mucha frecuencia, principalmente en El Perro Vagabundo, que ella frecuentaba. Este sotanito en la plaza de Mijailovski, con pinturas de Sudeikin en las paredes, se volvió legendario gracias a numerosas anécdotas y recuerdos. Ajmátova le dedicó a ese lugar dos poemas: “Todos aquí estamos ebrios, perdidos” y “Sí, yo amaba aquellos encuentros nocturnos”. Los encuentros eran realmente nocturnos: llegábamos a El Perro Vagabundo después del teatro, luego de alguna velada o disputa, y nos marchábamos casi al amanecer. El dueño, Boris Pronin, echaba despiadadamente a quien su agudo olfato delatara como “farmaceuta”, es decir, gente que no tenía relación con la literatura y el arte. Por lo demás, todo dependía de su estado de ánimo: había casos en que un indudable “farmaceuta” recibía una alegre acogida, no se podía prever nada. El Perro Vagabundo era un lugar estrecho, sofocante, muy ruidoso, aunque no muy alegre: no, me sería muy difícil encontrar la palabra exacta para definir la atmósfera que reinaba en el lugar.
Pero no es casual, sin embargo, que nadie de los que lo frecuentaban haya podido olvidar hasta la fecha ese sotanito.
El Perro Vagabundo era frecuentado por visitantes extranjeros célebres: Marinetti, agudo, sonrosado, parecido hasta la risa a una “persona en un restaurante”, al que sólo le faltaba una servilleta blanca bien acomodada en la mano; Paul Fort, por muchos años el “príncipe de los poetas” franceses; Verhaeren, Richard Strauss y muchos otros. Para Strauss, por insistente petición de Pronin, Artur Lurié, quien era considerado en nuestro círculo como una naciente estrella musical, tocó la gavota “Gliuka” en su arreglo modernista, después de lo cual Strauss se acercó al piano, le dirigió a Lurié unas cuantas palabras muy halagüeñas, pero se negó decididamente a tocar.s encuentros con la autora de Poema sin héroe y Réquiem.
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