La ceremonia del té es uno de los episodios más famosos de Alicia en el país de las maravillas . Allí, tres personajes (el Sombrerero, el Lirón y la Liebre de Marzo) someten a la pequeña Alicia a un interrogatorio sobre el tiempo, plagado de paradojas lógicas, que la niña acierta a despejar apenas y que abandona, al fin, convencida de que ha asistido al té más insufrible de su vida.
Que Marosa di Giorgio haya elegido La liebre de marzo como título de uno de sus poemarios hace evidente lo que, de todos modos, una lectura del libro habría revelado: que su obra apuesta, como la de Carroll, al presente eterno de maravilla. No cualquier maravilla, aclaremos, sino algo más extraño aún: una gran fantasmagoría sin pasado y sin futuro donde por algún motivo, de pronto, es posible prescindir de la memoria o la voluntad, esas dos prótesis con que nos enfrentamos a lo inexplicable.Carroll lo supo bien. De todos los regalos de la literatura, éste es sin duda el más preciado: poder acceder a una suerte de metafísica de lo invisible donde acaezca un mundo sin nombres. También en Di Giorgio el mundo se vuelca con minucia a esta fiebre, a medida que la poeta muestra u oculta sus cartas y hace del poema su propio territorio inexpugnable, su miniatura musical. Podría decirse que, atravesado cierto umbral, caemos aquí también, como en Alicia , en una realidad otra . Como si estuviéramos en una escenografía dipuesta para un vals de las flores o en un aquelarre de prados, zorros, lechuzas y seres de otro mundo, nos asalta una suerte de vértigo quieto, donde todo adquiere una tonalidad tremenda y una niña (o voz de niña) repite ritos y recitaciones desnudas con un "asustante vestido verde, que dejaba afuera los pezones".
No es éste un paisaje diurno sino un viaje de noche, exacto, al jardín de la casa natal y sus "sordas bocinas sexuales". El jardín de Marosa di Giorgio, quiero decir, no es edénico. O bien, como todo paraíso, perturba como si estuviera habitado por algo que nunca sabremos y que tiñe la escena de una inminencia negra.
En Di Giorgio, la sexualidad -puesto que de eso se trata- es, además, un misterio voraz. Indistintamente disimulada con eufemismos ("nos asociamos", "hicimos muchas cosas") o sugerida sin rodeos ("El Diablo nos poseía de súbito, con gran maestría") se vuelve, para el asombro de la niña, "una cosa abominable": algo irresistible. ("A la medianoche, desnuda, me levanté; estaba dormida, y veía, todo, como si fuera de día. Tomé la senda. Llegué al extremo. Allá, lejos, y ahí, cerca, él se presentó, sombrío, inmóvil, siempre el mismo, desde remotos siglos. Desesperada, corté una rama, la sostuve como vistiéndome. Pero todo fue inútil. Con un leve grito, aconteció, otra vez.")
En otras ocasiones, acuciada por el horror (y una suave crueldad), la fascinación difícilmente articulable aparece proyectada, desplazada, en la muñeca -esa habitante de este y del otro lado del mundo- dando rienda suelta a las fantasías más prohibidas. ("En la tarde estaba en el pasto hablando con Amelia. Amelia tenía ojos celestes, rodeados de oscuro, vestido de organdí amarillo, la falda con tres volados... Pasaban los pastores, decían por mí: Ahí está con su muñeca. Es más grande que ella. O casi... Entonces llamé al último pastor, dije el secreto. El pastor le ordenó algo. Ella obedeció. Él decía: ´Parece viva´. Lo que ocurrió fue hermosísimo. Yo miraba, fijamente, y no miraba. Él se alejó, primero. Después, yo, también, seguí hacia la casa, como si fuera a contarlo. Sólo Amelia quedó tendida, allá, y aún se le movían las alas doradas.")
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