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viernes, 15 de enero de 2016

Rimbaud. Poetas

El santo de los malditos
Por Daniel Ares
Ilustración: Tullio Pericoli

Efeméride maldita. Un día como hoy (20 de octubre) moría Jean Arthur Rimbaud (1854-1891), niño terrible por excelencia, autor precoz de un excelso delirio que luego supo encarnar con su propia vida. Amante de Paul Verlaine, fue su víctima y su victimario. A los 20 años dejó de escribir y huyó al África en busca de riquezas; traficó armas, esclavos y hachis, y murió a los 37, mutilado y loco entre monjas y fantasmas, y sin saber quién era ni quién sería para siempre.

Sagrado para los consagrados, arquetipo del artista puro, ícono roto nunca repuesto aunque imitado hasta la locura, niño terrible por excelencia, poesía más que poeta; nadie como Jean Arthur Rimbaud -nadie en la historia del arte- merece con tanta frecuencia -y con tanta justicia- el sacro mote de maldito.

Feroz su vida y feroz su poesía, distinto en todo y más nuevo que sí mismo, "absolutamente moderno" -como se jactaba de ser-, abjuró de los procedimientos habituales, y en lugar de construir su obra con los vestigios de sus recuerdos, primero alucinó su memoria en rápidas piezas de rara perfección, y después lo volvió todo vida con su propia vida.

Antes de cumplir los 19 años, escribió cuanto escribió, y una vez dicho lo dicho, lo arrojó todo al fuego -literalmente-, y partió hacia los confines de si mismo, literalmente también. Tales eran sus visiones, que las quiso tocar y así le fue. Vivió poco y murió mal, con 37 años, en un hospital de Marsella, mutilado y loco, minado por la sífilis, reducido a "un tronco inmóvil", delirando de fiebre entre monjas y fantasmas, angustiado por la minúscula fortuna que escondía en su cinto, y negando que era Rimbaud porque de hecho se moría sin saber que era Rimbaud, el santo de los malditos.

Con los ojos abiertos nació el 20 de octubre de 1854, en el norte de Francia, en la por él hoy célebre ciudad de Charleville. Hijo de un oficial y de una mujer más severa que diez, Jean Arthur fue el segundo varón y todavía nacerían dos niñas más antes de que su padre huyera de su madre en busca de paz rumbo a la guerra de Crimea, y para no volver nunca.

Así su madre, Vitalie Cuif, con cuatro hijos, sin marido ni rentas, no pudo elegir y tuvo que mudarse a uno de los barrios más bajos de Charleville, por cuyas calles baratas de ferias y bestias y brutos sin nobleza, el pequeño Arthur descubrió toda la Tierra. "Bien podría ser yo el niño abandonado en el muelle, el que partió hacia alta mar, el criadito que va por el pasaje que al final toca el cielo", dirá en sus míticas Iluminaciones, para las que entonces faltaba tanto y a la vez tan poco.

Con 8 años ingresa en un colegio público, laico, y en el cual -para horror de su madre­ ya se junta con cualquiera. Y apenas despunta, destaca y esplende. En dos años cursa cuatro, gana premios y distinciones, compone poemas que deslumbran a sus maestros, y en ocasión de la primera comunión del príncipe imperial, escribe una oda en hexámetros latinos que su majestad se digna agradecer y felicitar. La inmortalidad que le corresponde, ya despierta y lo desborda.

Con 15 años gana el Concurso Académico en versos latinos, y las revistas de Charleville publican sus primeras piezas para asombro de todos. Al año siguiente, en 1870, irrumpe en su escuela -y sobre todo en su vida- un maestro decisivo que será su mentor, su protector a veces, y su víctima casi siempre: George Izambard, que salvará su nombre del olvido tan luego porque allí le revela a Rimbaud los grandes malditos de Francia: Villón, Baudelaire, Rabelais... Y Rimbaud trata con ellos como quien juega con dinamita, y al final explota.

En 1871 recibe la medalla al mejor discurso latino, y otra al mejor discurso francés, y otra a la mejor versión griega, ¿y qué hace? Las vende todas y con la plata se va a conocer París, que lo llama hasta cuando duerme. Ya no soporta la escuela ni su pueblo ni su gente, y menos que menos soporta a su madre. Francia acaba de entrar en guerra con Prusia, es el tiempo de los asesinos y él quiere estar ahí. Parte ciego de entusiasmo y nunca llega. Antes de entrar en la ciudad, lo detienen sin pasaje y lo encierran en la prisión de Mazas, donde se pasa una semana llorando su perdón en cartas lastimeras. Les escribe al Procurador Imperial recordándole sus odas; a su amigo Delahaye, y por supuesto a Izambard, que se apiada y lo rescata, le manda el dinero para la multa, un pasaje de vuelta, y todo para nada. A los diez días se escapa otra vez. Ahora a Bélgica.

Pero sin dinero ni ganas de más cárcel, decide ir a pie, y allí se larga a los caminos. Pisa la Tierra y la contempla paso a paso. "Me habitué a la alucinación simple: vela, verdaderamente, una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores integrada por ángeles, carruajes sobre las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago... Acabé por juzgar sagrado el desorden de mi espíritu".

Llega a Bruselas famélico, dispuesto a mendigar, a suplicar "¿Ante quién debo postrarme? ¿qué animal debo adorar? ¿qué imagen santa debo atacar?", escribirá en breve…

Por el momento otra vez le pide ayuda a Izambard, que ya no quíere aparecer como su cómplice, y en un gesto de prudencia y delación, le avisa a la madre, y mamá Rimbaud no duda y firma la orden para que “la policía se encargue de repatriarlo sin que haya gastos". Cuando llegue a casa, su madre le dará una paliza memorable, a ver si aprende. Y no.

En enero de 1871 los alemanes toman la ciudad y él sale a pasearse por las líneas enemigas, dice que es francotirador y mentiras así. Son los días de "El mal", de "La rabia de los césares" y otros poemas que arranca de entre los muertos y sus despojos.

Pero en abril se declara la Comuna y vuelve a París, quiere unirse a los insurgentes, alza un cartelito que dice “¡Que se muera Dios!", y provoca por donde pasa con su pelo arbolado, una extraña pipa, y su sonrisa de virgen, de mártir y de asesino.

Sin embargo París ni siquiera lo percibe. Otra vez anda mendigando por los bulevares, y se vuelve a Charleville para escribir y leer y fugarse en cuanto pueda. Pero entre los poemas que dejó en la ciudad, uno de ellos, el Barco ebrio, llega a manos del gran Paul Verlaine, que inmediatamente lo llama como sólo un gran poeta sabe llamar a su tragedia. "Venid querida y grande alma, se os espera, se os desea"... Así de imperceptible y delicado fue el comienzo de la suerte y el desastre que fueron los dos para los dos.

En agosto del 71 Rimbaud llega a París invitado por Verlaine, que le manda el pasaje y lo recibe contento porque no lo conoce. Piensa que es el mismo chico que escribió "El barco ebrio", y no, ahora es Rimbaud el que será, ya no el que era. Poco antes, en mayo, en carta a Paul Demeny, ha declarado -y asumido- los rígidos principios que ya encierran su final. "El poeta se hace vidente mediante un largo, intenso y sistemático desarreglo de todos los sentidos", dice con 17 años, ya convertido en otro.

A partir de entonces Verlaine hará de todo por retenerlo y Rimbaud de todo por espantarlo, y ninguno de los dos conseguirá sino un delirio en el que arderán también la esposa de Verlaine, y el hijo que esperan.
Dos almas de alto voltaje chocan, se repelen y se funden. Rimbaud escandaliza por donde pasa, pero Verlaine no lo abandona, hasta que en abril de 1872, en un impulso muy suyo, el principito rabioso deja París y se vuelve a Charleville. Cuando nace su hijo, Verlaine ni se da cuenta. Sólo piensa en su amigo, le pide que vuelva, pero Rimbaud no está para nadie. Han comenzado las Iluminaciones.

Tiene 18 años y le canta a la decadencia de un mundo que apenas florecía: "Una noche senté a la belleza sobre mis rodillas y la encontré amarga y la injurié". En sólo tres meses de lucidez onírica se saca esos versos inmortales de encima, y vuelve a los caminos.

Otra vez a Bélgica, y Verlaine otra vez con él. Borrachos, drogados, a los besos y a los golpes, van y vienen, son deportados por la policía, se instalan en Londres, Verlaine da clases de francés mientras Rimbaud revisa y pule sus Iluminaciones.

En octubre madame Verlaine decide su divorcio y denuncia a su marido por abandono del hogar. Ahora Verlaine es un prófugo de la justicia y más se arrastra hacia Rimbaud, que harto de tanto lloriqueo, lo abandona sin avisarle. Se va. Vuelve a Charleville, pero Verlaine lo extraña hasta enfermarse, implora su visita, y Rimbaud accede. Sólo que su temporada en el infierno ya está en marcha…

"Logré diluir en mi espíritu toda esperanza humana. Sobre todo júbilo, para estrangularlo, di el salto cauteloso de la bestia feroz". Pensando esas cosas lo encuentra Verlaine. Ya no se puede vivir con ese chico.

Todo vuelve a empezar. Peleas, ajenjo, hachis y más peleas, hasta que una noche Rimbaud jura dejarlo para siempre, y Verlaine le dispara en una mano y allí va dos años a la cárcel de Mons. El gran Paul Verlaine no será nunca más.

Rimbaud sigue su marcha. Vuelve a su casa y se encierra en su cuarto. Es abril de 1873. Cuando sale de ese cuarto, en agosto, Una temporada en el infierno está terminado. Ya todo fue dicho. Lo sabe. Ahora quiere los honores que le corresponden y viaja a Bruselas y hace imprimir su nuevo libro en una edición propia, que para gracia de la posteridad, no puede pagar y se la embargan, y así 500 ejemplares son salvados del fuego del infierno del propio autor. Otros pocos logran sobrevivirlo porque él mismo los reparte entre críticos y colegas confiando en su pronta consagración... pero ya todo París conocía el affaire Bruselas, y si ayer ya lo esquivaban, ahora se le apartan como si fuera contagioso. Es el fin del poeta. Lo sabe también, y parte. Lo quema todo, y parte.

Un día de noviembre de 1873; tira todos sus papeles al fuego, y esa noche, desde un café del Barrio Latino, simplemente se levanta, deja su mesa, y se echa andar. Nunca más escribirá más nada. Acaba de cumplir 19 años. Lo que le resta de vida, ya no es vida, es la memoria de un vagar alucinado hacia un final de espanto. "Abandonadlo todo, salid a los caminos", dice y hace.

"Mi jornada está cumplida: abandono Europa. La brisa marina quemará mis pulmones, los climas lejanos me curtirán la mirada. Nadaré, dormiré sobre la hierba, cazaré, fumaré, sobre todo eso: fumaré". Desterrado de sus propios delirios, parte y ya no vuelve por mucho que regrese.

Hacia 1875 se lo ve por Stuttgart, cruza Suiza, llega a Italia, siempre a pie, marcha hacia las Cícladas, pero una insolación lo desmaya y es repatriado a Marsella. Apenas mejora se enlista como voluntario en el Ejército Carlista que parte para España, y que parte sin él, porque apenas se enlista, deserta y vuelve a Charleville.

Sin embargo en la primavera del 76 ya está en Rotterdam firmando un reclutamiento por seis años en el ejército holandés de las Indias. Su nuevo destino es la isla de Batavia, donde otra vez deserta, se hace pasar por náufrago ante un buque inglés, y el 31 de diciembre está de vuelta en Charleville junto a su madre y sus hermanas.

Pero ya en abril del '77 anda por Viena, tiene problemas con la policía, lo deportan, cruza a Holanda, camina hasta Hamburgo, trabaja como intérprete en un circo, recorre las ferias de Alemania, Dinamarca y Suecia, y en setiembre está de nuevo en Charleville, desde donde parte rumbo a Marsella y allí se embarca para Alejandría. Sueña con abandonar Europa, pero Europa no lo deja. Enfermo de tanto caminar, es desembarcado en Civita-Vecchia, y otra vez a Charleville.

Es por aquellos días cuando lo visita su amigo Delahaye y le oye decir:

- Los libros sólo sirven para ocultar la lepra de las viejas paredes.

Va a cumplir 24 años, y apenas se repone, parte otra vez, baja hasta el Mediterráneo, camina desde Vosgo a Génova, y allí se embarca para Alejandría y ahí por fin abandona Europa. Terminó su jornada.

A principios de 1880 es capataz en una cantera bajo el sol de Chipre, pero para junio ya juntó 400 francos y se va a Egipto. Vaga y trabaja por los puertos del Mar Rojo y llega hasta Abisinia, donde comercia café para una compañía francesa, que impresionada con su eficiencia, lo destina a su central de Harrar, en Somalia, con porcentajes sobre los beneficios "¡Tendré oro, estaré salvado!", tal vez recuerda que escribió un día.

Ya no le importan sus versos. Ha descubierto el África y su gente. Le escribe a su hermana Isabel: "La gente de Harrar no es más estúpida, ni más canalla, que los negros blancos de los países llamados civilizados; no son del mismo orden, eso es todo. Son tal vez menos malos y pueden, en ciertos casos, demostrar agradecimiento y fidelidad. Se trata sólo de ser humano con ellos".

También le escribe a Delahaye, le pide libros, pero no literatura, quiere folletos técnicos, manuales de exploración: prepara una expedición al interior de Somalia, y un riguroso informe para la Sociedad Geográfica de París.

Por entonces y muy lejos, los simbolistas franceses descubren sus versos entre elogios que se multiplican y que él no escuchará jamás. Tiene 34 años, morirá en sólo tres, y parte hacia Etiopía cargado de fusiles para el rey de Makonen. Ya esconde más de 30 mil francos en su cinto de siempre, y en mayo del '88 funda en Harrar una factoría propia y trafica aceite, café, esclavos, marfil, armas, hachís. Es rico. Está salvado. El 10 de agosto de 1890, escribe a Charleville: "¿Podría ir a casarme entre ustedes en la primavera que viene?" No explica con quién y ya no importa. Cuando empiece ese invierno, comenzará a morir.

En febrero de 1891 siente un dolor repentino pero agudo en la rodilla derecha, y antes de una semana ya se ve el tumor a simple vista. Es un raro caso de sífilis que degenera en cáncer. Pronto pierde el sueño, el apetito, ya no camina y el dolor se lo devora. Necesita un médico y no brujos nativos. Dispone un séquito, hace construir una angarilla, y así lo cargan durante diez días con sus noches por el desierto hasta Zeilah. Pero allí tampoco pueden hacer nada y es embarcado para Marsella, donde lo recibe Isabel al cabo de tres días de navegación, sin dormir ni comer ni dejar de sufrir.

El 9 de mayo, en el hospital de la Concepción de Marsella, le amputan la pierna derecha, pero ya es tarde. El cáncer le toma el fémur, intenta una prótesis de madera, pero el muñón se inflama, y queda postrado. Ya es "un tronco inmóvil". Escribe y se pregunta: "¿No tuve una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de ser escrita sobre tablas de oro? -¡demasiada suerte!- ¿Qué crimen, qué error he cometido para merecer mi debililidad actual? Vosotros que afirmáis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, vosotros... tratad de narrar mi pesadilla y mi sueño. Yo no puedo expresarme sino como el mendigo, con sus continuos Padrenuestro y Avemaría. ¡Ya no sé hablar!". Ya ni siquiera eso.

El 20 de octubre cumple 37 años y adormecido por la morfina acepta la confesión. Todo París está detrás de sus versos, los simbolistas se inclinan ante su Infierno y las mejores revistas se disputan su descubrimiento. Tarde para todos.

En un hospital de Marsella, paranoico de fiebre, Rimbaud niega ser él, pregunta por su cinto, teme que le roben, que lo reconozcan y lo encierren, grita, insulta, se retuerce entre monjas y fantasmas, hasta que un sacerdote le da la extremaunción, y al salir del cuarto, con el asombro de los milagros, le dice a Isabel: "Su hermano cree, hija mía...Cree y no he visto nunca una fe como la suya".

Murió el 10 de noviembre de 1891. Unos días después, su madre y su hermana, solas las dos, lo enterraron en Charleville. Hoy su tumba es una meca, su obra todavía destella, inspira y desconcierta, y su nombre suena sacro por sobre todos los malditos. Él es su santo.

10/11/13 Miradas al Sur


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