La obra de João Guimaraes Rosa
Raúl Olvera Mijares
Intentar explicar la génesis de un gran autor resulta una empresa absurda si no es que imposible. Descartando factores de orden genético, social o económico, la síntesis que representa un escritor de excepción es irreducible a nada extraño a sí misma, en otras palabras, cada gran autor acuña un molde que él mismo se encarga de dar al traste. La estandarización es más un modelo proyectado por la crítica, un librero con varios anaqueles donde cada género y subgénero halla su sitio, que una realidad concreta, asible y mesurable. Habiéndosele comparado con James Joyce, por un lado, y con Juan Rulfo por otro, João Guimaraes Rosa (1908-1967) fue fundamentalmente un narrador brasileño que ubicaría sus relatos en una porción del territorio al norte de Minas Gerais donde habría de venir al mundo, comprendidos también los estados de Goiás y Bahía, prácticamente una tercera parte del Brasil central, porción que se asienta en una meseta donde es posible la agricultura y sobre todo la ganadería. El términosertón es esencial para entender a Guimaraes Rosa, que valdría tanto como llano o despoblado (sertao viene de “desierto”). Alguna vez esas vastas extensiones de terreno estuvieron escasamente habitadas. En medio de los sertones se encontraban acuíferos, venas de agua que brotaban y corrían en forma de una serie de arroyuelos o acequias. Veredas es una voz portuguesa que se refiere precisamente a estas fuentes de linfa, que dan origen a zonas de verdor, auténticos oasis en torno de los cuales se realizaban los asentamientos. Así la gran novela de Guimaraes Rosa, Grande Sertao: Veredas (1956), viene a establecer una comparación entre los enormes llanos sembrados de pasto pero sin hombres y los veneros u ojos de agua donde se desarrolla la convivencia humana, caracterizando así una buena parte del Brasil, otrora signada por su cultura de gente a caballo, os vaqueiros, que pastoreaban los hatos de reses, no los últimos de ellos, los mansos cebúes, procedentes de India.Se sabe que Joaozito, Juanillo, en su natal Cordisburgo, era hijo de un tendero y que en su casa hubo siempre libros. No contaba ocho años y ya había comenzado a aprender francés, luego vendría el inglés, el italiano y el español. En Belo Horizonte, capital de Minas Gerais, entraría al colegio propiamente dicho, un colegio alemán donde comenzaría a aprender el idioma. Para cuando se inscribe en la facultad de medicina ya lee y traduce varias lenguas. Guimaraes Rosa prestará sus servicios como médico militar y civil hasta que decide, hacia fines de los años treinta, ingresar en el servicio exterior del Brasil. Destinado a la legación de Hamburgo, pasará en Alemania de 1938 a 1944, años difíciles de reclusión para diplomáticos, ayuda clandestina hacia judíos y desencanto humano en general. Tras la guerra, será asignado a la legación de París. Después de pasar por otras embajadas, decide abandonar el servicio público para dedicarse por entero a la escritura. En 1956 se publican dos de sus más importantes volúmenes, la ya mencionada novela y el libro de relatos Corpo de baile. Primeiras estórias (1964),Estas estórias (1968) y Tutaméia. Terceiras estórias (1968) son otros tantos de sus libros de cuentos, los últimos dos aparecidos de manera póstuma. Al parecer el escritor tenía un barrunto de su muerte y le urgía dejar por escrito el mayor material que se pudiera. Tres días después de su recepción en la Academia Brasileira de Letras perdía la vida. Los textos experimentales de sus últimas recopilaciones abren un abanico de posibilidades en verdad asombroso.
El cultivo del monólogo interior y la recuperación del lenguaje en su carácter oral preñan la obra de Guimaraes Rosa y parecen emparentarla con la de Joyce. En efecto, como el dublinés, el minero tomará nota del habla real de aquellos modelos que han de servirle para perfilar sus personajes. Antes de acometer esos dos monólogos legendarios, que son el de Gran Sertón: Veredas y Mi tío el jaguareté, el autor viaja por territorio bravo en busca de material para recopilar en sus cuadernos. Se informa sobre prácticas tradicionales, nombres de la flora y la fauna, sobre todo razas de reses, pormenores sobre la caza del jaguar, de la onza, del tapir, indaga en reminiscencias del pasado indígena. La curiosidad lingüística y antropológica de Guimaraes Rosa no conocía límites. Había estudiado la mecánica de lenguas tan diversas y dispares como el ruso, el holandés, el checo, el árabe, el húngaro, el sánscrito, el griego y el esperanto. Desde niño mostró gran curiosidad y cariño por los animales. De Sagarana (1946), su primer libros de relatos, procede aquella historia de “El burrito pardo”, un pollino que respondía al nombre de Siete de Oros, ya viejo y por tanto sabio, único sobreviviente de una expedición que conducía innumerables cabezas de ganado y al venirse la crecida de un arroyo arrastra todo consigo, excepto al incólume rucio y su jinete. La caracterización natural y profundamente humana del burrito habla de una gran sensibilidad y respeto hacia los animales, una experiencia que se remonta con toda probabilidad a su niñez en Cordisburgo.
En “Mi tío el jaguareté”, uno de los relatos de Estas estórias, el protagonista sostiene un monólogo ante un visitante, apertrechado de ron y revólver, el cual por supuesto sólo presta oído sin pronunciar palabra. Quien habla confunde el portugués con el tupí e incluso el guaraní. Se trata de un cazador que comercia con pieles, un indio de los contados que sobreviven por ahí y conocen el lugar como ninguno. Al rememorar una caterva de fieras que distingue por su sexo, el color y las manchas en su piel, su talla y hasta su temperamento, el cazador llega a identificarse a tal punto con su presa que él mismo llega a creerse jaguar. El totemismo de los amerindios no sólo se manifiesta en la porción septentrional del continente, sino que es de aplicación universal. Entre los antiguos toltecas y los mexicas el nahual era el animal protector de cada alma. Había chamanes que podían asumir a voluntad la forma de su guardián. Esta antigua creencia vuelve en la forma de una obsesión por la sangre, presente en el cazador de jaguares quien, poco a poco, comienza a amenazar a su visita, pues advierte que es un soldado o agente de la justicia quien llega para reclamarlo, ya que no sólo ha ultimado fieras sino también hombres. Guimaraes Rosa se propone y consigue, por medio del lenguaje, que sus personajes vengan a existir en la acotada pero viva realidad de la ficción. Sus textos resultan difíciles al inicio, pues es justo el momento en que se presentan las convenciones retóricas, los recursos narrativos que volverán posible la ilusión de un mundo paralelo pero autónomo del real; en el caso concreto de este relato, la mezcla de lenguas, la repetición de palabras desconocidas que forman una textura verbal, verdaderas jitanjáforas en el sentido de Reyes o, como creyó Haroldo de Campos, interjecciones con valor emotivo. Hoy se sabe que el tupí, la lengua que hablan los indígenas de esa región, exige tales reduplicaciones. Aunque el lenguaje inventado por Guimaraes Rosa es una mezcla de tupí (lengua aún viva) con guaraní (lengua extinta desde hace tiempo). El personaje rememora su pasado trayendo a colación ciertos eventos que exhiben su fijación en las virtudes legendarias de la bestia que cazándola pretende absorber, la rivalidad con sus iguales –otros cazadores de jaguares– a quienes tantas veces termina emboscando, su gusto por el alcohol y sus míticos escarceos con un jaguar hembra nombrado por él María-María.
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