Hasta hace algunos años, la obra de Ricardo Zelarayán permanecía rodeada de una particular aura de misterio. Hay que decir que esta rara incandescencia ha estado atizada por el propio autor, quien no vaciló en decir que casi toda su vida había escrito para “tirar o para perder”. Pero además de lo conjurado por él, la peripecia de sus ediciones ha seguido esa dirección. De Zelarayán se conocían dos libros de poemas: La obsesión del espacio (1972), que de vez en cuando aparecía en una edición de tapa oscura en librerías de usados; y Roña criolla (1991), agotado poco después de editarse. En el terreno de la prosa publicó la novela corta La piel del caballo (1986), pieza clave de su obra reeditada por Adriana Hidalgo a fines de los ‘90; y Traveseando (1984), un libro de cuentos infantiles que tampoco había circulado demasiado. A esto se suma Lata peinada, novela inconclusa, pero editada hace poco. El resto de su obra permanecía o bien inédita o bien extraviada para siempre. En esto hay un rasgo identitario: Zelarayán decía haberse mudado más de veintisiete veces sólo en Buenos Aires, y antes de eso lo hizo de provincia en provincia. En esas mudanzas, algunos papeles se perdieron y otros quedaron, arrugados, fragmentados, salvados de milagro de la hecatombe de la provincia dentro de la capital. Porque Zelarayán, que nació en Paraná a mediados de la década del ‘20 y vino de joven a Buenos Aires a estudiar Medicina, siempre se mantuvo fiel a su provincianismo, a ser en Buenos Aires el otro, el que alza la voz del otro, el que tiene que alzar la voz en capital, para ser escuchado.
Por eso, nunca mejor usado el adjetivo “reunido” para titular este libro que recopila la poesía de Ricardo Zelarayán. Hubo que reunir las piezas, los fragmentos más pertinentes de ser llamados “poéticos”, para realizar ésta, su poesía reunida. Y el nombre que lleva, Ahora o nunca, funciona como si se quisiera decir: o rescatamos a Ricardo Zelarayán de las negras fauces del olvido (propio y ajeno) o esto se pierde definitivamente. Como si hubiera un carácter urgente en la edición. Y también, por qué no, en el propio Zelarayán. Porque por más que haya empezado a publicar instado por sus amigos y “de grande”, hay una violencia radical en su obra, producto de una diferencia igual de tajante con lo que lo rodeaba, una urgencia por reconfigurar, a golpe de lenguaje, un nuevo mapa de la literatura argentina.
Zelarayán define al protagonista de La piel del caballo más que como un mirón, como un escuchón. He ahí un modelo de escritor, al que Zelarayán adscribe completamente. Su forma de hacer literatura –y aquí no hay diferencia entre su prosa y su poesía, y tal vez no la haya nunca– es a partir del habla popular, de las voces de la provincia. Transcripción de eso particular que aparece en el lenguaje hablado. La suya es una poesía más sonora que visual –ese adjetivo, tan usado y tan mal definido–, pero es precisamente a partir de ese sonido entrerriano que se arma el paisaje donde Zelarayán manda y crea escenas memorables: sexo en plazas, sangrientas trifulcas en casas de familia, trenes que recorren una salina inmensa en la noche y que dejan una marca indeleble en la retina. “Rezongado rezongo de palabra renga. Pelo y barro” arranca Roña criolla. “Al Hermenegildo le gusta la noche desplegada / y el día fruncido, la noche tensa como una manzana lustrada / como una manzana más negra que la noche reluciente”, dice en La obsesión del espacio.
El mismo escritor se encargó de despejar dudas con respecto a sus intenciones poéticas y filiaciones literarias. Sobre la parodia, dijo: “Me parece una estupidez total”. A la pregunta por la relación con la gauchesca, respondió que aborrecía a los gauchos y que además esa literatura no le interesaba en absoluto. Pero tampoco es todo negación y escarnio. Zelarayán se declaró seguidor de Macedonio Fernández en varias oportunidades y, yendo un poco más allá de la literatura argentina, comentó: “A mí los escritores que más me interesan –yo que leo en varios idiomas– son los que tienen una cadencia poética, una respiración poética. Y no le podés cambiar una palabra, porque es como un circuito eléctrico, circula como una corriente en el texto y eso es absolutamente poético, no hay nada que hacer. Esa cadencia viene también del hecho de que en un principio la novela era en verso también”. Exactamente eso es lo que pasa en sus poemas.
Es entonces en estas coordenadas que hay que leer a Ricardo Zelarayán, más aun teniendo en cuenta su introducción y vinculaciones en el mapa intelectual argentino de comienzos de la década del ‘70. Lo hizo con los creadores de la revista Literal, realizada por escritores lacanianos, posestructuralistas rebeldes que no firmaban sus notas. Pero en realidad, antes de que existiera esta revista con la que coqueteó, Zelarayán ya se había plantado a discutir las mismas cosas que se discutirían desde esa publicación. En el post-facio de La obsesión del espacio se ubicaba en contra de las ilusiones referenciales en la literatura y del realismo en general: “El lenguaje es para mí la única realidad”, dijo. Y de ahí: “No existen los poetas, existen los hablados por la poesía”. Como si lo único que pudiera terminar convirtiéndose en poema es aquello que fue primero descubierto en la realidad, ese feliz momento en que el sinsentido se desprende del habla alienada y el poeta es el que está ahí como buen “escuchón”, capturando palabras.
La poesía argentina contemporánea, buena parte de lo que se ha dado en llamar la “poesía de los ‘90”, sería impensable sin el aporte de Ricardo Zelarayán. La preponderancia que este poeta dio a lo coloquial ha abierto una puerta por la que pasaron muchos: Washington Cucurto, Fabián Casas, Martín Gambarotta, y otros tantos. No es casual que se mencionen sólo nombres masculinos. La escritura de Zelarayán, y su prosa también, está amparada en una sensibilidad viril que se regocija en lo festivo con cierta ingenuidad telúrica, en el machazo que resuelve a los gritos y a las trompadas. Su libro para niños, incluido también en esta antología, despliega sin embargo otro imaginario, otra sensibilidad: en Traveseando, con un vocabulario simple pero que no deja de lado la reflexión aguda y el humor, se hace aquellas preguntas existenciales que abren la curiosidad acerca de lo que nos rodea: qué sucede con el lento exterminio de los vasos de vidrio, con la tristeza del paraguas cerrado en el día de sol, preguntas que van hacia el mundo y vuelven convertidas en poema
Las trizas no se ven.
¡Oh gran sorda al viento!
El viento hace trizas el tiempo.
El día se ha vuelto oscuro
para volverse a aclarar,
para ser otro día.
Mi larga espera no puede ser siempre.
El amor tiene que estar aquí...
no a cien leguas a la redonda.
El gallo despierta,
el pájaro doméstico del canto de la
madrugada.
Mis ojos comienzan a licuarse en contacto
con la luz.
Pero la llamarada sin estrépito del corazón
no despierta a los vecinos.
Ella (es decir vos) ya duerme
pero yo sigo despierto.
Ella dejó todo para mañana.
Es hora, me dijo.
Yo me he quedado como pez fuera del agua
de su mirada...
Feliz de vos (de ella),
por Dios te (me) oiga,
porque yo no estoy tan seguro
de hasta mañana.
Hay una gran diferencia
entre el soñador y el dormido/a
Entre los pájaros que duermen
y el gallo, cantor del alba.
Entre sus ojos cerrados
y mis ojos abiertos.
Todos están afuera (aunque duerman),
todos se han ido
hasta mañana.
Los que duermen han cerrado su sueño
con siete llaves
hasta mañana.
Los insomnes de amor y los otros
se quedan,
esperan.
Y yo visito una fábrica de encendedores
perdidos.
(Hoy no sólo se fabrican objetos para tener
sino también
objetos para perder.)
Pero los encendedores perdidos
no hablan con los paraguas perdidos.
Y yo me voy, pájaro negro,
con el paraguas infinito de la noche
acribillado por tus miradas,
por el recuerdo de tus miradas.
La madrugada es dura
como el pan del olvido.
Tu mirada es sólo un recuerdo
hasta mañana.
.Durante los años ’80, su novela La piel del caballo fue clave y cifra secreta. Mientras tanto, sus dos libros de poemas publicados hasta ahora marcarían a fuego a la generación de poetas de los ’90. En Ahora o nunca se reúnen los volúmenes La obsesión del espacio y Roña criolla, más poemas inéditos y los breves cuentos infantiles de Traveseando. Una oportunidad urgente de atrapar al escurridizo Ricardo Zelarayán y a una obra siempre en riesgo de perderse o tirarse.
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