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miércoles, 3 de febrero de 2016

VIRGINIA wOOLF. eL FARO.

Al faro", la eterna pregunta

Juan Luque, La luz del puerto
“Y como todo lo demás en aquella extraña mañana, las palabras se transformaron en símbolos, que se grabaron por todas las superficies de las paredes de color gris verdoso. Si pudiera unirlas, pensó (Lily), incorporarlas a una frase, descubriría la verdad de las cosas.”
 Virginia Woolf, Al faro


El argumento de Al faro de Virginia Woolf podría resumirse en muy pocas líneas. Los Ramsay, cultos e inteligentes, acompañados de algunos amigos, pasan el verano en una casa junto al mar. Los hechos narrados en la primera parte de la novela transcurren entre las horas del almuerzo y el final de la cena. Después se produce un salto temporal atravesado por la muerte y la historia. Algunos personajes regresan al mismo escenario; uno de ellos, Lily Briscoe, pintará de nuevo un cuadro en el que “seguirá ahondando su camino (…) en dirección al pasado”.
Un leve conflicto familiar, relacionado con una excursión al faro, en una isla cercana, tejerá, con los sutiles hilos de las emociones cotidianas, la tela de araña del tiempo y el espacio donde se desenvuelven los personajes, vivos o muertos, como detenidos en una pintura. El conflicto dejará al descubierto dos formas distintas de sentir. Por una parte, la del señor Ramsay, un afamado filósofo y, por otra, la de la hermosa señora Ramsay, cuya sensible inteligencia la lleva a anteponer la vida y la armonía a todo lo demás, incluso olvidándose de ella misma. El señor Ramsay se indigna con su esposa quien, para no defraudar las ilusiones del más pequeño de sus ocho hijos, asegura que es posible ir al faro:

La extraordinaria irracionalidad de aquella observación, la insensatez de la mente femenina le enfureció. Había cabalgado por el valle de la muerte, había sido destrozado y había temblado; y ahora su esposa prescindía por completo de los hechos, hacía que sus hijos concibieran esperanzas totalmente injustificadas, decía mentiras, pura y simplemente. Golpeó con el pie el escalón de piedra. “¡Condenada mujer!”, dijo. Pero ¿qué había dicho ella? Simplemente que quizá mañana hiciera bueno. Y quizá lo hiciera.

       La actitud de su marido provocará la reacción acostumbrada en la señora Ramsay:

Buscar la verdad con aquella sorprendente falta de consideración por los sentimientos de otras personas, desgarrar los delicados velos de la civilización de manera tan caprichosa y brutal le pareció a la señora Ramsay un ultraje tan horrible al decoro más elemental que, sin replicar, aturdida y cegada, inclinó la cabeza como para permitir que la violencia del granizo la golpeara y el chaparrón de agua sucia la salpicara sin que saliera de sus labios el menor reproche. No había nada que decir.

El señor Ramsay, trasunto del padre de Virginia Wolf, aparece como un personaje consciente de que, a pesar de su espléndida inteligencia, su obra filosófica no perdurará:

Porque si el pensamiento es como el teclado de un piano, dividido en un determinado número de notas, o está ordenado como el alfabeto  en veintiocho letras consecutivas, la inteligencia del señor Ramsay no encontraba dificultad alguna para recorrer aquellas letras, una a una, con firmeza y precisión, hasta alcanzar, por ejemplo, la letra Q.

Pero qué sucedería después de la letra Q; al señor Ramsay ni siquiera le sirve de consuelo el argumento de que “la piedra misma a la que se da una patada durará más que Shakespeare”. Cada vez que se sumerge en estas crisis acude a su mujer “pidiendo afecto”. Así irrumpirá de nuevo en la intimidad creada entre la señora Ramsay y James, el hijo pequeño quien, simbólicamente, siempre deseará tener a mano un atizador o un cuchillo para atacar a un padre cuya tiranía rompe el equilibrio y la perfección. Entonce la señora Ramsay lanzará “al aire”

(…) una lluvia vertical de energía, una columna de espuma, creando, simultáneamente, una impresión de animación y vivencia, como si todas sus energías se estuvieran transformando en fuerza capaz de quemarse e iluminar (aunque seguía sentada tranquilamente, recogiendo una vez más su media), por lo que  sobre aquella deliciosa fecundidad, sobre aquella fuente y manantial de vida, se abalanzó la fatal esterilidad del macho, como un espolón de bronce, desnudo y yermo. Quería compasión. Era un fracasado, dijo.
(…) Quería compasión, tener, en primer lugar la seguridad de su genio y, después, que se le introdujera en el círculo de la vida, que se le calentara y tranquilizara, que se le devolvieran los sentidos, recobrar la fecundidad y que todas las habitaciones de la casa se llenaran de vida.

La sabiduría de la señora Ramsay, por encima de las teclas del piano, y de las letras del alfabeto, quedará patente en la forma de reordenar las situaciones, los movimientos y los sentimientos de los personajes. Durante la cena observará y tomará decisiones:

No se había logrado la menor integración. Todos seguían aislados. Y el esfuerzo total para unirlos, para dar fluidez a la cena y crear un ambiente compartido dependía de ella. Advirtió una vez más, con carácter de simple comprobación desprovista de hostilidad, la ineficacia de los varones, porque si ella no lo hacía, nadie lo haría, de manera que, dándose un golpecito como se le da a un reloj que se ha parado, el viejo pulso familiar recobró su ritmo, como el reloj que echa a andar: un dos, tres, un dos, tres. Y así sucesivamente repitió, escuchando el pulso todavía débil y resguardándolo y animándolo como se puede proteger del viento con un periódico una llamita vacilante.

         Pero no satisfecha con una sola metáfora, Virginia Woolf va enlazando imágenes en cada escena recreada. Así, la señora Ramsay, apiadada de uno de los invitados al que siente aislado en la reunión:

 Inició toda aquella tarea como un marinero que ve, no sin cansancio, cómo, aunque el viento hincha las velas, apenas tiene deseos de volver a navegar y se le ocurre que, si el barco se hubiera hundido, se habría limitado a dar vueltas y más vueltas hasta encontrar reposo en el fondo del mar.

Edición de Al faro en Alianza Editorial.
        Traducción de José Luis López Muñoz
Dos son los rasgos esenciales del estilo de Virginia Woolf: la sintaxis y las imágenes; las frases se alargan con incisos que en ocasiones nos hacen que tengamos que dar la vuelta para retomar el hilo. Pero, una vez atravesado este escollo, nos iremos transformando en nadadores experimentados, nos familiarizamos con esa forma de narrar y pintar. Y entonces, conseguiremos disfrutar del placer de nadar, de atravesar los párrafos donde las metáforas y las imágenes van engarzándose y componiendo un largo poema. Porque no podemos acercarnos a las novelas de Woolf con la esperanza de refugiarnos en la comodidad de la acción. De ese modo, lo ocurrido con el paso de los años, apenas se nos muestra; y ese tiempo en el que los personajes desaparecen de la escena, se transformará en el caos que invade los espacios que en otra época fueron conocidos y transitados:   

Noche tras noche, en verano y en invierno, la agitación de las tempestades y la quietud del buen tiempo reinaron sin interferencia. Al detenerse a escuchar (si hubiera habido alguien para hacerlo) desde las habitaciones altas de la casa vacía, sólo se hubieran oído las sacudidas y los derrumbamientos de un caos gigantesco iluminado por los relámpagos, mientras vientos y olas se divertían como si fueran monstruos amorfos cuya mente no se deja atravesar por la luz de la razón, encaramándose unos encima de otros, atacando y zambulléndose en la oscuridad o con luz (porque la noche y el día, los meses y los años se confundían en una masa informe) en juegos sin sentido, hasta que se tenía la impresión de que el universo entero se peleaba consigo mismo en brutal confusión, en un estallido de apetitos incoherentes.

En la última parte de la novela, será la pintora Lily Briscoe la que se encargará de componer el cuadro final. El recuerdo de un momento único –una escena en la que la señora Ramsay acaba diciendo “aquí la vida permanece detenida”– sobrevive en Lily “como una obra de arte”. Al ser consciente de ello Lily-Virginia vuelve a plantearse la eterna pregunta:

¿Cuál era el significado de la vida? Eso era todo: una simple pregunta que tendía a hacerse más apremiante con el paso de los años. La gran revelación no se había producido. Quizás no se produjera nunca. Había, en cambio, iluminaciones, cerillas repentinamente encendidas en la oscuridad, pequeños milagros cotidianos.

El arte, la estética, la literatura constituyen el camino para sumergirnos en el tiempo: 

Lily retrocedió a fin de tener una perspectiva total del cuadro. Era un extraño sendero el que había que recorrer con la pintura. Se llegaba cada vez más lejos, siempre adelante, hasta que al final se tenía la impresión de estar en un estrecho tablón, completamente a solas, sobre el mar. Y al mismo tiempo que unía el pincel en la pintura azul, Lily se sumergió también en aquel momento del pasado.

Porque “nada permanece, todo cambia; aunque no las palabras ni tampoco la pintura”. Sin embargo nada se nos da gratuitamente; hace falta voluntad y empuje creativo pues, como pensaba Lily-Virginia “el aparato humano para pintar o para sentir era una máquina muy pobre, (…) una máquina muy ineficaz que siempre se estropeaba en el momento más crítico; había que obligarla heroicamente a proseguir su tarea”.
La creación y el arte se convertirán en esas cerillas encendidas en la oscuridad, en una posibilidad de revelación, o al menos en una forma de replantearnos el significado de nuestras vidas, por ello:

Mientras mojaba el pincel con aplicación, Lily pensaba en que era necesario estar a la altura de las experiencias ordinarias, sentir, sencillamente, que una silla es una silla, que una mesa es una mesa y que, al mismo tiempo, son un milagro.

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