de Caetano Veloso , en la cual escribe sobre Clarice Lispector.
Mi primer contacto con un texto de Clarice Lispector tuvo un enorme impacto sobre mí. Era el cuento “La imitación de la rosa” y yo todavía vivía en Santo Amaro. Tuve miedo. Sentí mucha alegría por encontrar un estilo nuevo, moderno –yo estaba buscando o esperando algo que iría a llamar “moderno”–, pero esa alegría estética (llegaba incluso a reírme) venía acompañada por la experiencia de la creciente intimidad con el mundo sensible que las palabras evocaban, insinuaban, dejaban que ocurriera. Una joven señora volvía a enloquecer ante la visión de un arreglo de rosas jóvenes. Y volver a enloquecer era una desgracia para quien con tanta aplicación había logrado curarse y reencontrarse con su felicidad cotidiana: pero era también –y sobre todo– un instante en que la mujer era irresistiblemente reconquistada por la gracia, por una grandeza que anulaba los valores de la rutina a la que ella apenas había vuelto a apegarse. De modo que quien leía el cuento iba queriendo agarrarse con aquella mujer a los matices de la normalidad y, al mismo tiempo, entregarse con ella a la indecible luminosidad de la locura. Era una epifanía típica de los cuentos de Clarice, que iría a reencontrar innumerables veces en los años en que siguieron a aquel 1959. Agradezco a Rodrigo, mi hermano, siempre tan bueno, ese encuentro. El me regaló una suscripción de la revista Senhor donde leí ese y otros textos de Clarice (“Los desastres de Sofia”, tal vez “El crimen del profesor de matemática” y “Lazos de familia”, con seguridad “La legión extranjera”, además de pequeñas notas y hasta alguna crítica). Después él me regaló los libros que continúan a esos y otros cuentos nuevos. Y, finalmente, las novelas, que no parecían para nada novelas: La manzana en la oscuridad (que me decepcionó considerablemente) y La pasión según GH (que nunca me pareció perfecto como los cuentos perfectos, pero que me sorprendió más que los cuentos más sorprendentes): nunca leí Cerca del corazón salvaje, su primer libro y por lo tanto considerado el mejor. Pero leí el extraño libro de historias “eróticas” y las novelas La hora de la estrella y Agua viva. Recientemente, mi hijo Moreno, de diecinueve años, me leyó, con lágrimas en los ojos, largos fragmentos de Un aprendizaje o el libro de los placeres. En todos esos reencuentros, siempre el flujo de la vida aflorando por entre las palabras, a veces con intensidad perturbadora; frecuentemente me viene a la cabeza el tono, el ritmo, el sentimiento de su cuento “Mineirinho”.
Leer a Clarice era como conocer a una persona. En 1966, cuando llegué a Río para vivir e intentar trabajar, José Wilker me dio el teléfono de ella. Una noche, en presencia de Torquato Neto y Ana, entonces su mujer, decidí llamarla. Clarice atendió inmediatamente, como si hubiera estado esperando la llamada. No demostró ninguna extrañeza y habló conmigo como si ya nos conociéramos y hubiéramos conversado habitualmente todas las noches. Volví a llamarla muchas veces. Eran conversaciones muy directas (“Estoy enojada con la vida, mi máquina de escRibiR se Rompió –con esas erres hebreas–) y el teléfono era atendido siempre rápidamente. Un día me dijo que había visto mi fotografía en la tapa de la revista Realidade –yo entre los otros novísimos de la música popular–. Un año después, ya viviendo en San Pablo, volé a Río solo para participar de una gran reunión de artistas e intelectuales que, con Hélio Pellegrino como portavoz, querían exigir del gobernador del estado de Guanabara, el Dr. Negrao de Lima, una actitud nítida en relación con el asesinato, por parte de la policía, de un joven llamado Edson Luís, estudiante, en el restaurante universitario llamado Calabouço. Yo estaba en medio de una casi multitud que llenaba la sala de espera del Palacio cuando sentí un golpecito en el hombro y oí la voz inconfundible: “Joven, yo soy Clarice Lispector”. Me volví muy tímido y nunca más nos hablamos. Volví a verla en un show de Bethânia, a quien ella se acercó al final de su vida. Pero no parecía que hubiéramos tenido algún contacto antes. Las veces que hablamos por teléfono, le dije que la admiraba mucho. Pero eso no expresaba una milésima de mi verdadera admiración y no decía nada sobre mi amor. Nuestro encuentro personal tuvo al final un gusto de desencuentro y cuántas veces lamenté haber dejado la impresión de que mis llamadas habían sido una irresponsabilidad. O haber quedado con la impresión de que la había decepcionado con el prosaísmo de mi timidez, de mi cara, de mi música.
Lo que nunca cambió fue el sentimiento que la lectura de sus textos provoca en mí. A veces vuelvo a leer “Amor”, “Los desastres de Sofía”, “La legión extranjera”, o incluso “Una gallina”, que en los años 60 yo sabía de memoria como si fuera una canción, y ellos permanecen como momentos de la literatura brasileña moderna, momentos perfectos de vida en las palabras, momentos perfectos.
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