Idioma original: inglés
Año de publicación: 1930
Título Original: The Maltese Falcon
Traducción: Fernando Calleja
Valoración: Recomendable
Sam Spade y Miles Archer son los propietarios de una prestigiosa agencia de detectives en San Francisco. Un día reciben la visita de una tal Miss Wonderly, quien, preocupada por el paradero de su hermana, les pide que sigan la pista de un matón llamado Floyd Thursby. Esa misma noche, alguien asesina al detective Archer y, poco después, al tal Thursby.
La novela negra tradicional, que ha bebido durante décadas del influjo británico, desde Conan Doyle hasta Agatha Christie, solía basarse en la elaboración más o menos artificiosa de uno o varios cadáveres y en la inaudita resolución de los hechos por parte de un individuo prodigioso, de admirable capacidad deductiva, de aceleradísima materia gris, de intelecto e imaginación desbordantes. Dime a quién matas, o a quién no, y te diré quién eres. Todo, absolutamente todo, se basa en ese cuerpo sin vida, que de vez en cuando yace en mitad de la calle, pero que las más de las veces es descubierto en su propio dormitorio, o en un vagón de tren, o mejor aún: en una biblioteca de la campiña inglesa. Hasta tal punto había llegado, y quizás siga llegando, esta obsesión por construir la intriga en torno a cadáveres aún calientes, que el famoso escritor Raymond Chandler llegó a revestirla de tintes metafísicos al afirmar en su ensayo El simple arte de matar que el asesinato es una «frustración del individuo y por consiguiente una frustración de la raza». Pues bien, esto es precisamente lo que hace que leer El halcón maltés sea casi reconfortante. Pese a que la novela abre con dos asesinatos, en las primeras páginas da un giro de ciento ochenta grado y hace que la muerte del detective Archer, socio de Sam Spade, y del matón Floyd Thursby, sean poco más que accidentales. Lo importante, queda claro desde el principio, es encontrar el halcón, una pieza de oro macizo recubierta de valiosísimas pedrerías que los caballeros de la Orden de Malta elaboraron como tributo para el rey Carlos V. Después de siglos rondando en torno al Mediterráneo, de Malta al norte de África, de África a París, de París a Estambul —a la que, curiosamente, Hammett continúa llamando Constantinopla; probablemente el último escritor del siglo XX en hacerlo para una trama moderna—, el halcón habría acabado en Hong Kong, y estaría a punto de llegar a San Francisco.
En San Francisco se reúne una tropa de personajes dispuestos a echarle el guante a la estatuilla: un supuesto griego llamado Joel Cairo, rimbombante, afeminado; un cazador de sueños con ínfulas de arqueólogo frustrado, rechoncho y bonachón, que responde a la inicial G; la propia Miss Wonderly —también conocida como Miss Leblanc o Miss O'Shaughnessy—, quien es la culpable de involucrar al detective Sam Spade en la historia, y este último, que en el transcurso de sus labores acaba siendo el primer interesado en sacar provecho del misterioso halcón. Vestíbulos y habitaciones de lujosos hoteles, callejones oscuros y casas envueltas en penumbra son los escenarios por los que van desfilando los personajes de esta historia, en un despliegue de intriga que empieza para no terminar nunca. O para terminar en la página 263, cuando ya no queda ni la información de la imprenta (que, al menos en mi edición, aparece apretujada en las primeras páginas).
En El simple arte de matar, esa joyita en la que Raymond Chandler hace apología por la novela de misterio «realista», o sea, una novela en la que los autores no escriban bagatelas ni tonterías indocumentadas, se insinúa que El halcón maltés no está a la altura de las circunstancias. ¿La razón? Que se margina al crimen. Que el crimen no es el elemento central. Que la estatuilla elaborada para Carlos V importa más que los asesinatos de Archer, Thursby y el capitán Jacobi. La verdad es que, con perdón para los seguidores del de Chicago, la insinuación es completamente ridícula. Hablo como lector cansado de que me mareen la perdiz con pirotecnias narrativas falsamente habilidosas, en las que nadie, ni el propio autor, sabe lo que está ocurriendo. Recuerdo la sensación que me dejó leer El sueño eterno, de Chandler. No me enteré de casi nada. Y lo mismo al ver la adaptación cinematográfica de Howard Hawks, cuyo guionista fue ni más ni menos que el premio Nobel de literatura estadounidense William Faulkner. Alguien comentó una vez que ni Raymond Chandler, el autor, ni Howard Hawks, el director, ni Faulkner, el guionista, supieron jamás quién había cometido los asesinatos de turno. Felizmente, Dashiell Hammett se libra de esta intolerable costumbre de rizar el rizo más allá de lo que un lector medio, o incluso uno atento, está dispuesto a tolerar. (Si solo tienen tiempo para un clásico del cine negro les recomiendo que dejen de lado El sueño eterno de Hawks para deleitarse con la adaptación que hizo John Huston de la novela reseñada en estas líneas. Los papeles de Humphrey Bogart y Peter Lorre son sencillamente estelares).
Sin embargo, hay algo que no diferencia a Dashiell Hammett de Chandler, ni del resto de la cohorte de escritores hardboiled, a saber: el machismo. Sam Spade, al igual que Philip Marlowe y tantos otros, es un detective que besa a las mujeres cuando quiere, que las trata como carne fresca, que las provoca y que, lamentablemente, no recibe más que adulaciones por el camino. Cuando a Effie, la secretaria de Spade, se le ocurre demostrar su astucia y dejar claro que es más que un cuerpo bonito, Spade le dice lo siguiente: «¿Sabes lo que te digo, chica? ¡Que eres todo un hombre!». Es la época del machismo a rajatabla, de la denigración constante hacia las mujeres. Las y los feministas deberían leer la novela con un grano de sal, riéndose con las ocurrencias de un ideario que por fin empieza a revelársenos como lo que es, i.e. estúpido. En cuanto a los demás, lean El halcón maltés con ganas de entretenerse, con la certeza de que —machismo aparte— estamos ante una literatura de calidad razonable y con la tranquilidad de saber que, por una vez, un buen escritor norteamericano de la primera mitad del siglo XX decidió dejarnos un relato detectivesco que puede ir descubriéndose con expectación y sorpresa, sin necesidad de lamentarse al final de que nos estén tomando el pelo.
Firmado: Jose Serralvo
Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella.
Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios.
Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja.
La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar.
Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español.
Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado.
Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas.
Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte.
Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder.
Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso.
Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán.
Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside.
De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico.
Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra.
El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño.
Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.
Por estas calles viles debe ir un hombre que no sea en sí mismo vil, un hombre sin miedo ni mancha. El detective de esta clase de historias debe ser un hombre tal. El es el héroe, lo es todo... Debe ser, para usar una frase gastada, un hombre de honor... Debe ser el mejor hombre de su mundo y suficientemente bueno para cualquier otro mundo. Si hubiera suficientes hombres como él, el mundo sería un lugar muy seguro para vivir..." (Raymond Chandler, El simple arte de matar).
Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella.
Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios.
Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja.
La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar.
Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español.
Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado.
Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas.
Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte.
Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder.
Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso.
Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán.
Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside.
De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico.
Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra.
El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño.
Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.Bonus Track
Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella.
Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios.
Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja.
La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar.
Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español.
Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado.
Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas.
Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte.
Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder.
Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso.
Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán.
Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside.
De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico.
Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra.
El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño.
Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.Bonus Track
tas calles viles debe ir un hombre que no sea en sí mismo vil, un hombre sin miedo ni mancha. El detective de esta clase de historias debe ser un hombre tal. El es el héroe, lo es todo... Debe ser, para usar una frase gastada, un hombre de honor... Debe ser el mejor hombre de su mundo y suficientemente bueno para cualquier otro mundo. Si hubiera suficientes hombres como él, el mundo sería un lugar muy seguro para vivir..." (Raymond Chandler, El simple arte de matar).
Leo en "Ñ", el excelente suplemento cultural de Clarín, un notable artículo del escritor Carlos Gamerro, donde aborda los límites de un género, la literatura negra, en un país como Argentina. País en el que no existe la figura del detective privado a lo Philip Marlowe o a lo Sam Spade, que espera en una polvorienta y sombría oficina en la que un viejo ventilador combate trabajosamente el calor de California y siempre llega una rubia con aire misterioso que salva al investigador de la ominosa espera de clientes, mientras bebe bourbon del gollete de la botella.
Gamerro plantea que la narrativa tipo “serie negra” es imposible de cultivar en una nación en la que en todos los grandes crímenes está envuelta la policía o los servicios de inteligencia, ya sea como autores o como cómplices (ver si no el caso AMIA), en el que el propósito de la investigación policial es ocultar la verdad y en el que la misión de la justicia es, en la mayoría de los casos, encubrir a los victimarios.
Frecuentemente, además, se sabe de entrada, según Gamerro, la identidad de los asesinos y lo que resta por descubrir es la de la víctima. Los detectives privados son, por lo general, ex policías o ex miembros de la comunidad de inteligencia o actúan en concomitancia con ellos, porque si a cualquier hijo de vecino se le ocurre meter las narices donde no debe lo más probable es que termine flotando en el Riachuelo o acribillado en una zanja.
La figura que más se parece a la del detective de la Continental, creado por Dashiell Hammett a partir de su propia experiencia como investigador de una empresa de seguridad –como se llamaría ahora-, o a la del corpulento Marlowe (cuya imagen quedó inevitablemente asociada a la de Robert Mitchum, quien lo interpretó en el cine), es la de un periodista fisgón que, por imperio de las circunstancias, se convierte en el develador de los misterios que otros debieran develar.
Como sea, lo cierto es que a partir de que Ricardo Piglia se dedicó a divulgar en el país trasandino a los principales autores de ese género típicamente estadounidense, a través de una histórica colección que dirigió como editor, escritores como Jim Thompson o James Cain (“El cartero llama dos veces”) se volvieron familiares para el público argentino y también para el de los países vecinos que pudo acceder a algunos de estos textos fundacionales vertidos al español.
Los escritores locales rápidamente aprendieron que el género negro, con sus héroes hard boiled (“duros de cocer”, según la traducción literal del término), tenía infinitas posibilidades para ser empleado como vehículo de la crítica social, justo en el momento en que el Cono Sur del continente entraba en la noche negra de las dictaduras y la represión ilegal ejercida a gran escala desde los aparatos del Estado.
Surgieron así, siguiendo las huellas de esa promisoria senda trazada por Hammett y por Chandler, creadores como Juan Pablo Feinmann (“Últimos días de la víctima”) y Juan Sasturain (“Manual de perdedores”, en Argentina, mientras que en Chile era el puntarenense Ramón Díaz Eterovic quien, a través del mítico Heredia, siempre en compañía de su gato “Simenon” (otro guiño a Chandler) comenzaba a hurgar en el fango de los bajos fondos de la política y las finanzas.
Pero el fenómeno excede, por cierto, al Cono Sur de América y se reproduce también como hongo en Brasil, donde es Rubem Fonseca el autor que lleva el género hacia el límite de las posibilidades con su alter ego Mandrake y títulos como “De este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano”. El hecho de ser abogado y de haber observado desde cerca, por razones profesionales, el ámbito policial le permite a Fonseca describir, con sequedad y precisión, la atmósfera de las favelas, el narcotráfico, las pandillas y los escuadrones de la muerte.
Y cómo no nombrar, por supuesto, al legendario Pepe Carvalho, creación del ínclito y nunca bien ponderado Manuel Vázquez Montalbán, quien tras su paso por el Partido Comunista español y una fugaz etapa de colaboración con la CIA, desculaba desde su Barcelona natal o en ambientes más exóticos como Tailandia o Alejandría, crímenes en los que siempre estaba detrás la omnipresente mano del poder.
Gozador in extremis, a Vázquez Montalbán se lo llevó hace poco tiempo un ataque al corazón, propiciado sin duda por esos excesos gastrónomicos a los que era tan dado, ya sea en compañía de Biscuter, el lustrabotas falangista que ejercía como una suerte de peculiar escudero de este caballero de adarga en ristre pero no triste figura que era Pepe Carvalho, o de Charo, la prostituta con la que calentaba su humanidad, bajo la lumbre de una chimenea alimentada con los clásicos de un marxismo en desuso.
Su memoria, sin embargo, es perpetuada por infinidad de libros, desde “Los mares del sur” hasta “Asesinato en el Comité Central”, pasando por el mediocre “Quinteto de Buenos Aires” (coincido con Gamerro en que ésta no fue, sin duda, su mejor obra). Y su amigo, el italiano Andrea Camilieri, hizo otro gran homenaje a su permanencia al bautizar al comisario siciliano al que dio vida como Montalbano, en honor al jocundo y productivo escritor catalán.
Y siguen las firmas. Ya que tampoco se puede dejar de nombrar al mexicano Paco Ignacio Taibo II, que escribió al alimón, como se decía antes, o a cuatro manos, para ser más claro, con el subcomandante Marcos, líder y numen del EZLN (y con él de cierto mundo “progre”), una novela policial por entregas a través de las páginas del diario Reforma. O al chileno Luis Sepúlveda, que también ha incursionado en el género, y que apoya de manera permanente la realización de la Semana de la literatura negra en Gijón, Asturias, lugar donde reside.
De todos modos, no deja de ser curioso que los inventores de este género, que se desarrolló por medio del pulp (revistas baratas de relatos policiales, de las que emana el concepto de pulp fiction) hayan sido dos escritores que estaban en las antípodas desde el punto de vista ideológico.
Uno de ellos, Dashiell Hammett (“El hombre flaco”), era comunista y por tal motivo enfrentó la persecución inclemente del macartismo en los años 30, sin variar ni un ápice sus ideas aun cuando los torquemadas inquisitoriales venían degollando. Y si consiguió ser enterrado en el cementerio de Arlington, junto a otros soldados que combatieron bajo el pabellón de las franjas y las estrellas, no fue más que por la perseverante insistencia de su compañera, la escritora Lilian Hellman, quien bregó en forma incansable para que se le reconociera su condición de veterano de guerra.
El otro, Raymond Chandler, fue un norteamericano atípico, pues a pesar de haber nacido en Chicago, tras la separación de sus padres, se educó fundamentalmente en Inglaterra, y ejerció un tiempo como reportero para un par de diarios londinenses. Regresó a EE.UU. a los 24 años, y se inició como tardío escritor a la edad de 45 años, apoyado por su esposa Cissy, una vez que quedó cesante luego de haber sido ejecutivo de una importante empresa petrolera. Hombre de talante más bien conservador (ahora se diría de él que fue un liberal de estilo europeo), Chandler hizo, sin embargo, la más corrosiva crítica que se haya hecho nunca al “sueño americano”, mostrando la asquerosa y abierta corrupción que fue el pilar básico de la construcción de este sueño.
Ambos tenían, no obstante, tres puntos al menos en común: 1) Su afición por el alcohol, que hizo historia y que transmitieron, sin ningún tipo de hipocresía, a los héroes que, cual modernos Pigmaliones, pergeñaron a imagen y semejanza de ellos mismos; 2) Su turbulento paso por Hollywood, luego de que los dos fueran contratados por los productores de la “industria de sueños” para trabajar en proyectos ligados a sus novelas (“El halcón maltés”, de Hammett, con Humphrey Bogart, marca uno de los puntos altos de esa colaboración); y 3) El hecho de que ambos fueron hombres decentes (“hombres de honor”, como quería Chandler), y que para sobrevivir en un mundo de tiburones, vestidos con trajes de 300 dólares o abrigos de visón, debieron refugiarse en la dipsomanía o en la creación de ficciones donde el bien, el honor y la verdad todavía parecían tener una oportunidad frente a los chacales.