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lunes, 2 de mayo de 2016

LibroS incorrecTos . La Broma infinita, David FOSTER wALLACE.uNA DE LAS cien novelas mejor Escritas, segun Time.

La broma infinita (Infinite Jest) es una novela escrita durante tres años y publicada en 1996 por el autor estadounidense David Foster Wallace. Debido a su extensión (más de mil páginas, cientos de las cuales son notas al final) y a la diversidad de temas que cubre, se le puede clasificar simultáneamente en los géneros de sátira,novela posmodernanovela existencialistaciencia-ficcióntragicomediadistopía, novela filosófica, novela política y novela psicológica. La narración utiliza, y a veces combina, las técnicas de monólogo interior, alternancia de narradores y bibliografía ficticia. La broma infinita es considerada, por la revista Time, como una de las cien mejores novelas escrita
El tercer clásico moderno norteamericano que ponemos en tela de juicio con motivo del V Aniversario de Estado Críticoes La broma infinita (1996) de David Foster Wallace. 
Obra cumbre del postmodernismo de fin del siglo XX, máxima expresión de la llamada “Gran Novela Americana”, pieza descomunal por extensión y complejísima por intención que José Martínez Ros (en colaboración con Sofía Alberoni) desmitifica en su justa medida destacando los motivos por los que NO hay que leer este supuesto clásico intocable para el mundo 


José Martínez Ros (en colaboración con Sofía Alberoni)
La desconfianza es buena. Hay que desconfiar de los contemporáneos. Y creo que hay que desconfiar doblemente de los contemporáneos muertos (de manera metafórica o no) que parecen estar por encima de cualquier crítica. Hay que desconfiar, en especial, pienso, de los santos laicos (sobre todo de los dedicados a alguna de las siete artes clásicas y las dos o tres nuevas, incluyendo el porno) y da la impresión de que el -por otro lado, admirable- escritor norteamericano David Foster Wallace va camino de convertirse en uno de ellos, empujado por una turba de modernillos, y si no hacemos algo pronto para evitarlo, muy pronto se perderá en la estratosfera apenas legible de los clásicos momificados. No os equivoquéis. A mí me gustan la mayoría de las obras de David Foster Wallace. Pero creo que se está idealizando de una manera absurda y se le usa para justificar cosas que dudo mucho que ni siquiera le interesaran.
Entre las diversas razones por las que David Foster Wallace está siendo elevado a todos los pedestales literarios de la hipermodernidad están: a) su icónico aspecto de profesor guay de Illinois educado en la Costa Este, b) su suicidio, puesto que un auténtico ídolo sólo puede estar muerto (metafóricamente o no) y c) su meganovela absoluta, su barrilete cósmico, su tocho estelar, La broma infinita. Foster Wallace es autor de varios libros de ensayos tan bien escritos que, como en el caso de los de Borges, da un poco igual de qué hablen, ya sea de la eternidad, la televisión o una feria local llena de palurdos en algún remoto rincón de los USA o se metan con John Updike. También de unas cuantas colecciones de relatos, que van de la cristalina brillantez de cuentos como “Animalitos inexpresivos” o “Encarnaciones de niños quemados” a grados de abstrusidad sorprendentes en un relato breve y que justifican que un crítico, James Wood, lo llamara poco más o menos que artista del aburrimiento, lo que suena casi igual a aburreovejas. Pero como los ensayos se leen con tanta facilidad como admiración, lo que también pasa con bastantes de su cuentos, por tanto, no representan un reto. Y para ciertos individuos con mucha materia fecal en el cerebro, lo que se lee fácil NO PUEDE SER BUENO. Así que se suele destacar el auténtico precipicio para el lector, La broma infinita.
La broma infinita nos aplasta por un buen número de razones “correctas” y por algunas muy incorrectas. Repasemos las primeras.
En primer lugar, por su grosor: los libros importantes deben poder arrojarse con intención homicida o de, al menos, hacer daño de verdad. El impacto directo de un ejemplar de La broma infinita sería capaz de noquear a cualquier catedrático de filología y a casi todos los dependientes de FNAC. Es tan largo que, está tan lleno de anotaciones, que si, en algún futuro probable, te apetece releer un episodio concreto, es posible que tardes en localizarlo el mismo tiempo que te ocuparía leer el último Premio Planeta.  Todo el que ha sobrevivido a una lectura que sobrepasa holgadamente el millar de páginas ha acabado desarrollando un cierto síndrome de Estocolmo con el libro en cuestión: llevas tanto tiempo con él que, lo merezca o no, tiendes a pensar que ha valido la pena (si no fuera así, sólo quedaría arrancarse los ojos de desesperación). Por otro lado, ha merecido los parabienes de un montón de tipos  influyentes  (al menos en lo que se refiere a la literatura) que no me apetece citar en este momento.
Y por último, La broma infinita mola, porque es una novela estupenda. Lamentablemente, el objeto de este pequeño ensayo no es explicar por qué.
También hay cantidad de malas razones por las que leer La broma infinita.
. Se cuenta la (desgraciada) historia de dos grupos de personajes, hay uno, que como suele suceder es la chica de la función, que sirve de nexo y además es el menos conseguido del libro, pues ¿a quién  le importa la chica?…  y nada más. Todo lo demás es acumulación, una escena detrás de otra (de una prosa un tanto monocorde, por cierto) hasta el fin. De hecho, sobre al inicio se nota cierta inseguridad en el autor, ya que varios fragmentos iniciales -estoy pensando, por ejemplo, en la secuencia de los preparativos para el colocón de maría- funcionan mejor como pequeños relatos autónomos o ejercicios de estilo que como partes orgánicas de una novela. Estructuralmente, es mucho más básica que, por ejemplo, El arco iris de gravedad2666 o, incluso, Si te dicen que caí. 
Algo pasa con Mary.
Es un error leer a Foster Wallace por su sentido del humor grotesco y paródico, porque corres el evidente peligro de quedarte en los diversos componentes grotescos y paródicos de la novela y no rascar más. Lo explica muy bien Constantino Bértolo que, como buen marxista, es un muy serio y riguroso:  “Y llamo curiosa y emblemática la influencia de Foster Wallace porque si bien el desaparecido autor se caracteriza por su aguda mirada narrativa -postnarrativa si se quiere- sobre la cultura norteamericana, no es menos cierto que su mirada es agria, y muy crítica aunque se haga bajo un registro irónico, que por otra parte el mismo entendía como insuficiente y peligroso, mientras que la mirada de sus herederos españoles más que acritud lo que muestra es autocomplacencia, clasismo y neocostumbrismo pop; un pop o un ‘afterpop’ siempre utilizado como expresión de suficiencia cultural, merchandising y distinción generacional con jerga ya de alta cultura ‘of University’, ya de exitosa cultura ‘wire’.”  
Es muy incorrecto leer  La broma infinita por sus componentes de anticipación, ciencia-ficción, visión del futuro, etc. Vale, superficialmente está ambientada en un futuro en el que la ONAN ha sustituido a los Estados Unidos, está la cosa esa de “La gran concavidad” llena de bebés y roedores mutantes, etc. Pero, en realidad, La broma infinita no va de nada de eso.  Cuenta la caída  de un grupo de personajes masculinos (los hermanos Incandenza, algo jodidos ya de por sí por un padre que estaba como una cabra, aunque no se sabe muy bien por qué demonios estaba tan mal de la olla, y Don Gately, que es una versión 2.0 del santo Job) en diversas adicciones y su progresivo hundimiento en unos Estados Unidos que excepto por unos pocos detalles accesorios se pueden identificar totalmente con los actuales. La mejor manera de distinguir si una novela utiliza los ropajes de la Cf para orquestar algún tipo de fábula (véase Orwell) o si se trata de un autor de verdad interesado por el género, es comprobar si, quitando los elementos no presentes en nuestro mundo, la novela continúa siendo la misma (o incluso sale ganando) o no. Y desde luego, La broma infinita no es Ubik, El hombre en el castillo, ni siquiera La sequía El día de la creación. No hay grandes intrigas de política-ficción ni metafísica futurista como en Philip K. Dick. No hay más Apocalipsis ‘à la’ Ballard, más allá de los estrictamente personales.
Ni siquiera una puñetera escena de acción protagonizada por uno de esos bebés gigantes deformes.
Hay una sub-intriga con un grupo terrorista canadiense formado por sujetos en sillas de ruedas tras un cartucho embrujado de efectos mortales, pero, la verdad, resulta tan poco convincente (joder, ¡un cartucho!, ¿no es lo que se usaba hace un montón de años en las Nintendo de ocho bits?) que el autor se olvida de ella en algún punto y no termina en nada o quizás sí, y mi memoria, selectivamente, ha olvidado en qué concluía. A pesar de la admiración que despierta en tanto decadente manchego, La broma infinita es una novela tan severamente realista como Fortunata y Jacinta o cualquier novela de Philip Roth sobre los problemas de su próstata y tan trágica como Adiós a las armas o la vida de Isabel Pantoja y tan pesimista (lo que pierde a todos sus personajes es su incapacidad de controlar sus deseos, lo que suena, por otro lado, entre católico integrista y budista) acerca de la condición humana como KafkaSófocles o una tertulia política de la COPE.  Si La broma infinita fuera una película, por un taxativo, calvinista y moralista  mensaje (“ríndete a la sociedad de consumo y ya verás como terminas”) y su técnica supuestamente molona, sólo podría ser Réquiem por un sueño, de Darren Aranofsky.
David Foster Wallace

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