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sábado, 14 de mayo de 2016

Poetas Ocultos. Hector Viel Temperley

Nació en una familia de origen inglés en 1933 y murió en 1987, hace exactamente veinticinco años. Fue publicista –como Fogwill que lo admiraba, que le escribió un poema homenaje, que contribuyó en gran medida a que se lo leyera–, hasta que decidió vivir de lo que provenía del campo materno y dedicarse sólo a escribir. Tuvo siete hijos. Escribía en un pequeño departamento –el último fue cerca de Carlos Pellegrini y Santa Fe– que salpicaba de bollos de papel. Pintaba. Sergio Bizzio le hizo la única entrevista que conocemos. Y Viel, que nunca presentó sus libros, que se movió ajeno al núcleo literario de los setenta y ochenta –con la salvedad de su relación con Enrique Molina– esperó ansioso la publicación que contendría esa entrevista. Estaba enfermo –moriría de cáncer después de someterse a los tratamientos más agresivos– y ya había escrito Hospital Británico (1986). Pero no llegaría a ver el número 12 de la revista Vuelta Sudamericana con la ya mítica entrevista. Tampoco el homenaje que se venía organizando hacía tiempo y que finalmente se llevó a cabo en el Club Francés tres días después de su muerte. En esa entrevista Viel contaba que hasta Carta de Marear (1976) había sentido su poesía rígida como si todavía no hubiese encontrado una voz propia. Encorsetada, podríamos agregar, en una lírica amorosa o lo que se supone una lírica amorosa –porque incluso en esos primeros textos hay una línea de fuga, un componente desestabilizador–, poemas de tono enfático centrados, como señaló Sergio Chejfec en el prólogo a la edición venezolana de Hospital Británico , en los momentos de ocio de los llamados sectores altos –las vacaciones, el deporte–, poemas donde se construye un paisaje bucólico que es a la vez campo, patria y religión. Y no el campo del Martín Fierro sino más bien el de la nostalgia de Don Segundo Sombra . ¿Cómo es entonces el camino que lleva de esos primeros libros a los versos del que ha sido “sacado del mundo”, del “trepanado”? ¿Cómo es el tránsito que lleva al poeta que ha hecho del cuerpo un culto a decir: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”? Para empezar a hablar de Viel, tenemos que ir hacia el final, hacia su último libro: Hospital Británico . Nombre que alude al conocido hospital donde estuvo internado pero también al origen inglés de su familia. Walter Cassara, en su artículo “En las templadas aguas del origen”, publicado en Hablar de Poesía, se refiere al “más oficioso epiloguista de sí mismo” y asentimos. Construido a partir de fragmentos rigurosamente fechados de libros anteriores sumados a algunos fragmentos nuevos, Viel ofrece, en medio del viaje alucinado hacia la muerte, algo así como una hoja de ruta, un mapa de navegación. Se trata de un libro construido en la convalecencia, en los escasos momentos de lucidez que permite la agonía, en la alucinación de la anestesia. Nosotros decimos fragmentos; Viel los llamará esquirlas. Como si quisiera reforzar la idea de lo corpóreo, de la profundidad en la que puede clavarse un verso como si fuese una astilla, el trozo de una madera, una espina que se extirpa o con la que se aprende a vivir –y a escribir.
Como relectura de su propia obra –y en este sentido como origen poético– Hospital Británico permite pensar sus textos anteriores, en especial los posteriores a Carta de marear como parte de una obra programática, pensada y construida como un único libro. Esta conciencia de estar construyendo una obra emparenta su trabajo con el de otra de nuestras grandes poetas de tono surrealista: Alejandra Pizarnik. De hecho el propio Viel habló de su “mística surrealista” y no resulta difícil seguir a lo largo de toda su obra la importancia que adquiere la acumulación de este tipo de imágenes. En ambos casos se trata de obras que construyen obsesivamente una subjetividad –siguiendo a César Aira en su libro Alejandra Pizarnik (Beatriz Viterbo, 1998)–, construyen un personaje y alrededor de ese personaje, un relato. Así como ella será la alucinada, la sonámbula, la niña loca; Viel será el nadador, el místico, el enfermo. Ambas obras tienen un punto de anclaje en la muerte. Ella en su suicidio. El a partir de la anticipación de la muerte que articula Hospital Británico . Sin embargo, a pesar de la fascinación que presentan ambas figuras, se trata de poetas del trabajo, no de la inspiración. Pizarnik a partir de esa economía de recursos –de palabras, de imágenes que repite en diferentes combinatorias–, Viel a partir de su constante girar alrededor de sí mismo, de su trabajo plástico con el verso, de una reescritura paciente. No sólo es posible establecer una filiación con Pizarnik. Tamara Kamenzsain en Historias de amor (y otros ensayos sobre poesía) (FCE, 2000) ubica a Viel dentro de una serie de poetas que trabajan el tema de la propia muerte, como el chileno Enrique Lihn y nuestro Néstor Perlongher. Para un poeta aislado con un universo propio tan particular poder establecer filiaciones abre posibles vías de lectura que enriquecen decididamente la obra.
“Para leer Hospital Británico hay que perder la cabeza”, dirá Kamenzsain. Y para leer Crawl (1982) quizás haya que entrar en el ritmo del rezo. Pero del rezo con el cuerpo, como un nadador. Rezándole a un Dios que es Cristo pero que también es legionario, guardavida, cosaco, imagen en un paquete de cigarrillos, parte mínima de una comunidad que es siempre de hombres.
Crawl es, quizás, uno de los libros que ha dejado más marcas en la literatura argentina posterior a los noventa. La metáfora de la respiración del verso como la réplica de la respiración del nadador, esa conexión entre el esfuerzo del poeta y el esfuerzo físico propio de la natación es una impronta sugerente que es posible seguir en muchos poetas jóvenes. Se trata de poner el cuerpo, poner el verso como si fuese un cuerpo –y aquí el trabajo plástico de Viel, que se pasaba horas observando si el diagrama que dibujaban los versos sobre la hoja podía representar las brazadas del crawl– y así plantear en un solo gesto, la materialidad de la palabra. Pero hay más. A la figura del nadador se le superpone la del místico. Un místico que no es el que quiere vaciarse de sí mismo para llegar al Amado; un místico a años luz del lavado fervor religioso que se lee en los primeros libros; un místico cuyo gran encuentro es con su propio cuerpo, con las sábanas “que sólo de mí penden”, con la posibilidad de “en sueños o en misión escalarme”. Como señala también Cassara, al referirse a los poemas de El arma (1953), uno de los primeros libros de Viel, se trata del propio cuerpo como objeto y sujeto del discurso erótico. Su cuerpo –en tanto nadador, hachero o enfermo– y también Dios hecho cuerpo: Cristo. Pero un Cristo resignificado en su proximidad con lo extra religioso –contagiado por lo profano. Viel restituye el cuerpo de Cristo al uso, lo coloca entre otros cuerpos –cosacos, pugilistas, marineros– y sobre todo en relación al propio cuerpo del yo lírico. Ciertamente uno de los afortunados desbordes en los que incurre ya en aquellos poemas tempranos cuando dice: “Yo mismo me remonto, me retrepo/ como nadando ríos verticales”. Un ejercicio extraño y genial el de Crawl . Surrealista, por momentos –“Sacristía con trigo desnudos oyendo”–, barroco en la repetición del leit motiv : vengo de comulgar y estoy en éxtasis y emparentado –otra vez– con Perlongher. Hay un ritmo en Crawl que prefigura la letanía de Cadáveres (1989). Que explora como el gran poema de Perlongher la posibilidad de volver a decir en la repetición, en el pliegue, en la exacerbación de una imagen o de una frase puesta al límite de sus posibilidades. Ya lo había hecho en Legión Extranjera (1978) donde poemas como “El verde claro” trabajan en la repetición con variaciones de un mismo tema explorando las posibilidades del decir.

PoemaBAJO LAS ESTRELLAS DEL INVIERNO

La liebre que una vez que yo miraba
atardecer --volaban los chimangos!--
salió del sol y se sentó a mirarme

El pájaro que una mañana
se posó exactamente sobre mi corazón
a una hora en que su cuerpo todavía
calentaba la piel más que el sol

El pene entre mis dedos de ese enfermo
al que ayudé a orinar mientras marchábamos
lentamente una noche a un hospital
cruzando playas de estacionamiento

La perra que buscaba a mi pene en la sombra
cada vez que salía para orinar desnudo
mirando las estrellas del invierno
antes de regresar corriendo hasta el colchón
iluminado por el fuego que ardía toda la noche
en los troncos que hachaba con mi hacha todo el día

La mujer que pedía serenamente auxilio
agitando los brazos y volviendo a nadar
en las primeras horas de una tarde pesada
en que yo con el pan en el estómago
no encontraba a otro hombre en las orillas

Y todos los metros que nadé por el mar
sin ver jamás a la terrible aleta
Y mi alegría de noche en las ramas de un árbol
oyendo tangos en mi adolescencia
Y mis siestas sentado junto al cajón de un muerto
descansando en la digna frescura de una bóveda
del verano porteño que nos había humillado

Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años

Pero la liebre que una vez que estaba solo
se ubicó exactamente entre el sol y mis ojos
guardando exactamente la distancia
que guarda un ángel que visita a un hombre...

Y el pájaro que un día
se posó exactamente sobre mi corazón
lo que es igual a recibir de un golpe
el propio corazón en el lugar exacto
el único lugar del universo
donde es una victoria recibirlo...

Y la perra que se acercaba agitando la cola
cada vez que volvíamos a encontrarnos desnudos
y solos bajo el cielo del oeste...

En fin...
Brillan los miles de ojos que me miran
Brillan las estrellas del oeste en invierno
Sobre la borda del colchón iluminada por las llamas
me siento arreglo el fuego
leo diarios viejos mientras mi sombra crece
Son las tres de la tarde en el reloj
que después del almuerzo se detiene
La noche es larga
Toda la noche sopla el viento
Mi muslo brilla con la saliva de la perra
o entre las piernas de una mujer de buen carácter
desnuda alegre dormida satisfecha
Vuelvo a despertarme cuando quiero
Vuelvo a salir al frío y a orinar nuevamente
porque estas noches bebo mucha agua
El fuego hace sudar al que lo cuida

En fin...
Hice orinar a un hombre
Salvé del mar a una mujer lejana
Y sé que puedo recordar algunos otros
actos de más amor de más coraje

En fin...
Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen

Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener donde afeitarme

(de Legión Extranjera, Torres Agüero Editor, 1978)

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